La grabadora se enciende. El error es permitido, es probable que suceda mientras las palabras son pronunciadas.

Barthes en su trayectoria otorgó pocas entrevistas, negándose por mucho tiempo a estar del otro lado del parlante, para en esta oportunidad, otorgarnos una clase magistral en pocas palabras del género periodístico.

 

 

La obra de Roland Barthes —cerca de una quincena de libros, entre los cuales hay algunos que se volvieron célebres: El grado cero de la escritura, Mitologías y recientemente Fragmentos de un discurso amoroso —se caracteriza sobre todo por su diversidad: encontramos tanto estudios críticos sobre Michelet y Racine, como un análisis metódico del lenguaje de la moda, o también un ensayo asombroso sobre El imperio de los signos, el Japón. Esta polivalencia no es sólo aparente. En lugar de buscar la construcción de un sistema de pensamiento, Roland Barthes se paseó siempre a través de los saberes pasando tranquilamente de una teoría a la otra, extrayendo una noción de Marx, por ejemplo, para ponerla a prueba en la lingüística, o viceversa. Y si en alguna ocasión, se detuvo para fabricar una máquina de analizar, como la «semiología», se alejó un poco de ella en el momento en que corría el riesgo de convertirse en una sujeción rígida y una red única de interpretación.

El itinerario de Roland Barthes, a pesar de sus desvíos, derivas y exploraciones de traviesa, presenta una constante sin embargo: una atención privilegiada al lenguaje. Por una parte para denunciar su opresión, es decir esas formas fijas que son el sentido común, lo «que va de suyo» o el estereotipo (y allí donde hay estereotipo, incluso más, allí donde hay tontería, Roland Barthes acude). Pero por otra parte para magnificar sus extraordinarias posibilidades de júbilo y explosión del sentido ofrecidos por un ejercicio que se renueva desde hace siglos está la literatura. Traté de interrogar justamente al Roland Barthes enamorado de la literatura antes que nada. El que acaba de publicar una colección de artículos consagrados a su amigo, el escritor Philippe Sollers, cuyas experiencias literarias son juzgadas por algunos como de «vanguardia», y de una «ilegibilidad» soporífera por otros. Se trata también del hombre cuyas últimas obras aparecidas —y en particular—Fragmentos de un discurso amoroso son consideradas, sobre todo por su escritura, cada vez más próximas al espacio literario, a tal punto que hoy se habla más de Roland Barthes como escritor que como crítico. ¿Todo esto es exacto? ¿Cómo encara su trabajo actual, este profesor del College de France, que dice haber llegado a la edad designada por el término latino de sapientia, que él traduce por «ningún poder, un poco de saber, un poco de sabiduría, y la mayor cantidad de sabor posible»? ¿O simplificando mucho: estructuralista ayer y novelista mañana? Roland Barthes aceptó responder a este género de preguntas, situándose en relación con los intelectuales, precisando su punto de vista sobre la literatura de vanguardia y respondiendo de paso a los que lo acusan de hablar en jeringonza. Algunas palabras antes de dejarlo hablar: sólo para subrayar en la voz y la mirada de este hombre, ese equilibrio indefinible entre una verdadera tolerancia, una extrema finura y su discreto hedonismo. Quizá es esto lo que se llamaba en otros tiempos la «cortesía», y que a su manera, Roland Barthes pone nuevamente de moda.

 

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Me gustaría comenzar esta entrevista preguntándole justamente: ¿Para usted, qué es una entrevista?

La entrevista es una práctica bastante compleja de juzgar, ya que no de analizar. De manera general, las entrevistas son bastante penosas para mí y en algún momento quise renunciar a ellas. Incluso me había fijado una especie de «última entrevista». Pero después me di cuenta de que se trataba de una actitud excesiva: la entrevista forma parte, para decirlo de manera impertinente, de un juego social que no podemos eludir, o para decirlo de manera más seria, de una solidaridad de trabajo intelectual, entre los escritores por una parte y los de comunicación por la otra. Existen engranajes que hay que aceptar: si se escribe es para ser publicado, y si se publica hay que aceptar lo que la sociedad le solicita a los libros y lo que hace con ellos. En consecuencia hay que prestarse a la entrevista, tratando a veces de frenar la demanda.

Ahora, ¿por qué las entrevistas me son penosas? La razón fundamental reside en las ideas que tengo sobre la relación entre el habla y la escritura. Amo la escritura. El habla me gusta sólo en un marco muy particular, el que fabrico yo mismo, por ejemplo en un seminario o en curso. Me fastidio siempre cuando el habla viene de alguna manera a redoblar la escritura, porque entonces tengo una impresión de inutilidad: lo que quise decir no podría decirlo mejor que escribiendo, y repetirlo hablando, tiende a disminuirlo. Ésta es la razón esencial de mi reticencia. Hay otra razón que tiene algo que ver con el humor: no creo que sea el caso con usted, pero muy frecuentemente en las entrevistas de los grandes medios de comunicación se establece una relación un poco sádica entre entrevistador y entrevistado, relación en la se trata de perseguir en este último algo así como la verdad, planteándole para hacerlo reaccionar, ya sea preguntas agresivas, ya sea indiscretas. En suma, lo que me choca es el riesgo de indelicadeza. Lo que acabo de decir no responde sin embargo a uno de los sentidos de su pregunta: ¿para qué sirve una entrevista? Solamente sé que es una práctica bastante traumatizante que provoca en mí un «no tengo nada que decir», que viene de una defensa más o menos inconsciente. Para el que escribe, e incluso para el que habla, la afasia es una amenaza perpetua contra la cual debe luchar (aceptando que una forma de afasia es el charlatanismo o la logorrea). Todo eso gira alrededor de una escritura y de un habla justa, o para emplear una palabra pedante, «homométrica», es decir, en donde existe una relación métrica justa entre lo que se tiene que decir y la manera en que se dice. Su pregunta, finalmente, depende de un estudio general que no se ha hecho y que siempre tuve ganas de tomar como tema de algún curso: un vasto y meditado cuadro de las prácticas de la vida intelectual de hoy.

 

¿Es por eso que uno de sus proyectos del libro en Roland Barthes por Roland Barthes lleva como título Etología de los intelectuales?

Exactamente. La etología se interesa habitualmente en las costumbres de los animales, sería necesario llevar a cabo el mismo trabajo con respecto a los intelectuales: se estudiarían sus prácticas, los coloquios, cursos, seminarios, conferencias, entrevistas, firmas, etc. Existe toda una práctica de los intelectuales en la que vivimos y cuya filosofía nunca, que yo sepa, se formuló.

 

Este instrumento que está entre los dos, el grabador, intimida, incluso inquieta mucho a los intelectuales. ¿Y a usted?

Es verdad que el grabador me molesta un poco pero, según lo expresa esa expresión extraña, «me hago cargo». El grabador no deja hacer tachaduras. En la escritura, y eso es maravilloso, los medios de tachar son inmediatos. Y en el habla existe un código gracias al cual se puede tachar lo que se acaba de decir: «no, no quise decir eso», etc. Con el grabador, hay una rentabilidad tan grande de la cinta que uno tiene dificultades para corregirse y se vuelve más arriesgado hablar.

 

Se dice también que el grabador es considerado como un riesgo para la escritura y por lo tanto para la literatura.

Les Nouvelles Litteraires publicaron a propósito de esto un «dossier» en el que se encontraban los testimonios de jóvenes escritores que parecían completamente libres con respecto al grabador. Es una cuestión de generaciones; yo vivo bajo la fascinación de un dominio de lengua que sigue siendo todavía de tipo clásico, y en consecuencia la crítica de la lengua en mi carácter de fabricador es muy importante. Reencontramos aquí el problema de la naturaleza. Y además el cuerpo humano mediatizado por la voz. La voz es un órgano de lo imaginario y con el grabador se puede tener así una expresión menos reprimida, menos censurada y menos sometida a leyes internas. La escritura, por el contrario, implica una especie de legalización y funcionamiento de un código bastante severo centrado sobre todo en la frase. La frase no es la misma con la voz que con la escritura.

Escribo siempre mis textos a mano ya que tacho mucho. Luego, es esencial que los transcriba yo mismo a máquina, porque entonces viene una segunda ola de correcciones; correcciones que van en la dirección de la elipse o la supresión. Es el momento en el que lo escrito, que sigue siendo muy subjetivo en su apariencia gráfica de escritura manual, se objetiva: no es todavía un libro o un artículo, aunque gracias a los caracteres de la máquina de escribir hay como una apariencia objetiva del texto y ésa es una etapa muy importante.

 

En 1964, cuando publicaba sus Ensayos críticos, luego en 1966, Crítica y verdad, usted afirmaba que el crítico es un escritor. Ahora bien, recientemente, en 1977, en el Coloquio de Cerisy que le dedicaron, declaró: «Hay una ofensiva periodística que consiste en transformarse en escritor».

Por supuesto se trata de una frase-retruécano, voluntariamente tramposa. Yo quisiera realmente ser un escritor y siempre lo quise, sin pretensión de valor, puesto que no se trata de un cuadro de honor sino de una práctica. Simplemente, observé divertido que mi pequeña imagen social se puso desde hace algún tiempo en mutación hacia la categoría de escritor, alejándose de la imagen de crítico. Lo que escribo desde hace algunos años ayudó y, en consecuencia, no lo lamento para nada. Queda el hecho de que la imagen social es siempre objeto de orquestación, y es por eso que pude hablar de ofensiva en la medida en que se siente cómo esta imagen social se construye y se desplaza, a menudo independientemente de uno mismo.

 

(Entrevista realizada en el año 1979 por Pierre Boncenne, para la revista francesa Lire)

 


Este comentario y transcripción fueron publicados gracias a la colaboración de:

Pablo Luis Duarte Borges