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La primera vez que leí a Emira Rodríguez fue en el año 2007, en Caracas, gracias a un artículo de Juan Liscano recogido en sus Lecturas de poetas y poesía (1985). El texto ofrecía algunas señas biográficas de la autora y repasaba brevemente su obra antes de adentrarse en el comentario de Malencuentro pero tenía otros nombres (1975). La enigmática vida de la poeta, los versos suyos que se citaban, así como un breve poema incluido al final del artículo, me deslumbraron de la misma forma que lo había hecho mucho antes la primera lectura de poetas como Salustio González Rincones, Luis Fernando Álvarez o Rafael José Muñoz. Inmediatamente comprendí que había encontrado una figura mítica de nuestra poesía.

Comenzó entonces una larga pesquisa por librerías y bibliotecas en donde no había ni rastro de la poeta. En Internet, casi nada. En las bibliotecas de la Universidad Central de Venezuela y en la Biblioteca Nacional el libro aparecía en el catálogo pero las cotas daban a anaqueles vacíos. En la Gran Pulpería del Libro de Chacaíto pude conseguir La casa de Alto (1972), su primer poemario, y en alguna otra librería de usados apareció Como sueños ajenos (2001), su último libro publicado. Finalmente, unos meses después y contra todo pronóstico, encontré en la biblioteca Pedro Grases de la Universidad Metropolitana un ejemplar de Malencuentro.

El descubrimiento y la lectura de este libro resultaron cruciales para que, ese mismo año, decidiera lanzar junto a Willy McKey una revista consagrada a difundir este tipo de obras olvidadas, desconocidas o extraviadas de nuestra poesía. En el primer número de El Salmón —titulado «Fluvial» en honor a la presencia del río en la obra de Emira— incluimos el artículo de Liscano y una muestra de textos de la poeta. Para entonces ya había decidido dedicar a Malencuentro mi trabajo de grado de la Maestría en Literatura Venezolana de la UCV. Pero no fue sino hasta 2010 —y gracias a la mediación de Armando Rojas Guardia y Miguel Márquez— cuando me enteré de que la poeta, nacida en 1929, aún seguía con vida. Inmediatamente supe que debía entrevistarla. Conseguí el número de teléfono de su casa en Pampatar y, pocos días después, hice la llamada.

 

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El crítico Roberto Lovera De-Sola —quien comenta brevemente la obra de Emira en su libro El ojo que lee (1992)— me había relatado algunos datos desconcertantes. El segundo esposo de la poeta, un ingeniero italiano patológicamente celoso, la maltrataba hasta el punto de no dejarla salir de su casa en Turín. Únicamente la podía visitar una monja amiga, pero el ingeniero, siempre desconfiado, sospechaba que ambas mujeres eran amantes. Un día Emira se escapó de su casa y, dejando atrás a tres hijos, regresó a Venezuela. Parte de sus crisis posteriores —me contaba De-Sola— tuvieron mucho que ver con el recuerdo de sus encierros y el desgarramiento de su huida final.

Según el crítico, Emira era una mujer imponente, esbelta y muy guapa, con una larga cabellera oscura. Así la recordaba sobre todo por la noche en que la poeta intentó arrojarse al vacío desde el PH de la oficina de Zona Franca. En ese momento ya era esposa de Juan Liscano y trabajaba como administradora de la revista. De no haber sido por De-Sola, quien logró calmarla ofreciéndole un trago de las botellas de licor que Liscano guardaba en su despacho, la historia sería muy distinta.

 

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El sol de Pampatar recalentaba las aceras de la urbanización Jorge Coll. Llamé a la puerta esperando, ingenuamente, que me recibiera la figura esbelta y de larga cabellera oscura que me había descrito De-Sola. En cambio, quien abrió me llegaba por debajo de los hombros y arrastraba penosamente una andadera. La cabellera gris, la voz aguda y quejumbrosa. Durante nuestra conversación pude darme cuenta, sin embargo, de que toda esa esbeltez, toda esa firmeza, reposaba aún intacta en su carácter y en su mirada. Supuse que, en el fondo, poco había cambiado.

Como si hubiera adivinado mis intenciones, me advirtió con dureza: «A mí no me vas a hacer fotos porque yo estoy muy fea, así que nada de retratos».

Nos sentamos en el sofá de su sala. Después de presentarme y hacerle un par de preguntas comenzó a contarme su vida en un torrente indetenible, mientras yo, nerviosamente, acomodaba y reacomodaba mi precaria grabadora digital entre los cojines, sobre la pierna, junto a mi libreta.

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Interior de la casa donde la poeta vivió hasta sus últimos años de vida

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Mucho de la fluidez alucinada de sus versos le viene de Rafael José Muñoz, su gran amigo de los años de Zona Franca. Fue ella quien recomendó su publicación a Liscano y más tarde pasó en limpio, corrigió y cuidó meticulosamente la edición de su monumental El círculo de los 3 soles, publicado por las ediciones de la revista en 1969.

 

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Sobre un sillón tan desgastado que más bien parece un esqueleto cubierto de harapos, reposa una fotografía enmarcada de la Casa de Alto, la tercera casa construida en Porlamar y la primera de dos pisos. Había sido reconstruida por su abuelo, el general José Asunción Rodríguez, antes de escapar a Trinidad huyendo del gomecismo. En ese caserón la poeta pasó su infancia, durmiendo en un chinchorro frente al mar, echándose a nadar cada amanecer hasta los barcos de los pescadores, donde desayunaba con funche y pescado salado antes de regresar a su chinchorro a continuar el sueño.

A los 14 años de edad Emira tuvo que mudarse con su familia a Ciudad Bolívar. El día que llegó el Orinoco se había desbordado. Fue la gran inundación de agosto de 1943, cuando el río sobrepasó los 18 metros sobre el nivel del mar. La poeta no puede sino describirla como un acontecimiento fabuloso.

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Fotografía de La casa de Alto, hogar de la infancia de Emira

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La entrevista (¿era una entrevista?) se transformó rápidamente en una conversación dulcemente caótica, indetenible.

El matrimonio con Liscano. La llamaba india, india adorada. «Juan me descubrió que yo era un ser inteligente», «Juan había sido un vagabundo», «Juan fue la única felicidad que tuve en toda mi vida». La escritura de Malencuentro. El libro salió de la furia. Fue como un vómito, una emoción incontrolable. El derrumbe de la relación amorosa. La crisis psíquica y la hospitalización voluntaria en la clínica El Cedral. La cura de sueño, irresponsable y mal aplicada, con la que el infame Dr. Edmundo Chirinos le produjo una hemiplejía, dejándola paralizada, ciega y sin memoria. Despertarse tres años más tarde, entender que la vida ya no será la misma. Descubrir que Malencuentro había sido publicado por Monte Ávila Editores, entonces bajo la dirección de Liscano. No poder usar las manos. No poder tocar la guitarra. No poder cocinar. No poder escribir sino, muy a duras penas, un par de líneas temblorosas cada día.

 

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Se ríe con ganas hasta de los recuerdos más desgarradores. No los esquiva, no baila temerosamente alrededor de sus fantasmas. Tampoco los embiste, como si creyera que puede despedazarlos o enterrarlos definitivamente. En cambio, ha fraguado una profunda amistad con ellos, una de esas amistades en donde ya no tienen cabida la cordialidad ni el pudor. Es amiga del abismo.

 

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El techo de su estudio estaba derrumbado. Una lluvia reciente se había colado por el boquete llevándose consigo media biblioteca. El agua había arrasado también con todo lo que reposaba sobre el mesón de la cocina, incluyendo un libro inédito —treinta poemas en prosa reunidos bajo el título Narraciones (o no)— tortuosamente escrito a mano en un manojo de hojas sueltas.

Me regaló muchos de los libros que sobrevivieron y papeles y documentos que pensó que me interesarían. Poco a poco, mientras recontaba algunas anécdotas, iba metiendo todo en dos bolsas de alimento para perros.

Al caer la tarde me despedí, exhausto. La poeta me ofreció volver a visitarla y yo —por supuesto— acepté. En el patio lloraba Manoa, ya delgada y vieja, como quejándose porque estuvimos ocupando durante tanto tiempo el sofá que le pertenecía. «Ya, mi amor», le dijo Emira. «Me está llamando porque no le gusta estar sola. ¡Está como yo!».

 

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Afuera, sobre la acera, dos bolsas negras llenas de más libros arruinados por la lluvia. Emira se deshacía de sus pertenencias como quien sabe que pronto le viene una mudanza y quiere aligerar peso. Desaté uno de los nudos y, hurgando un poco, aparecieron dos copias del número de 1971 de la revista Papeles de Son Armadans, donde Emira había publicado dos poemas bajo el título «Entre el estupor y la ternura». Treinta años después estos textos serían recogidos en su libro tardío Como sueños ajenos.

Después de caminar un par de cuadras llamé a Alfonso, un viejo amigo de la Escuela de Letras de la UCV —quien ya llevaba varios años viviendo en Margarita—, y quedamos en un bar cercano. Mientras lo esperaba, cerveza en mano, no podía dejar de sentir un profundo cansancio y una especie de saturación de los sentidos. Acababa de conversar durante horas con una figura tan monumental como desconocida de la poesía venezolana y aún no sabía cómo contarme a mí mismo lo que había ocurrido. A medida que salía del estupor, comencé a hojear algunos de los libros y papeles que ahora cargaba conmigo en las dos pesadas bolsas.

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Ejemplares de La casa de Alto (1972) y Como sueños ajenos (2001)

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Una primera edición, milagrosamente intacta, de El círculo de los 3 soles, de Rafael José Muñoz.

Un libro de historia de Margarita titulado Isla, sol y leyenda (1966), de Mario Salazar, que resultó clave para la escritura de La casa de Alto.

Una primera edición de la novela El bonche, de su hermano Renato Rodríguez, con la siguiente dedicatoria: «Para mi hermana Emira, que sabe de qué hablo (también). Renato 77».

Un ejemplar de la Antologia da moderna poesia brasileira (1967), de Fernando Ferreira de Loanda.

La antología Poeti delle Antille (1963), de Giuseppe Bellini.

Los números de Papeles de Son Armadans recobrados de la basura.

Un grupo de hojas de papel vegetal con un largo poema inédito escrito en 1971.

Varias fotografías y retratos en blanco y negro. Los rasgos indios, la espalda recta, la nariz aguileña. La larga cabellera negra.

 

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Emira Rodríguez (Porlamar, 1929-2017), artista y poeta, es uno de esos nombres que no suelen resultar familiares para los lectores venezolanos. De la misma forma, la autora ha pasado prácticamente inadvertida para la mayoría de nuestros investigadores, críticos y editores. Esto aunque sus textos figuran en las conocidas antologías Poesía en el espejo (1995) de Julio Miranda, El hilo de la voz (2003) de Yolanda Pantin y Ana Teresa Torres y Perfiles de la noche. Mujeres poetas de Venezuela / Profiles of the night. Women Poets of Venezuela  (2006), edición bilingüe de Rowena Hill. También existen algunos comentarios de su obra —aunque dispersos y difíciles de consultar— publicados por Roberto J. Lovera De Sola, Luis Alberto Crespo, Manuel Ruano y Juan Liscano (con quien la autora estuvo casada entre 1967 y 1974). Rodríguez solo publicó tres poemarios, si no contamos la plaqueta Relaciones (1971), cuyos textos se incluyen íntegramente en su primer libro: La casa de Alto (1972), Malencuentro, pero tenía otros nombres (1975) y, luego de un dilatado silencio, Como sueños ajenos (2001). En La casa de Alto, libro escrito en diálogo con las crónicas de Bernal Díaz del Castillo y Fernando Quiñones, se entretejen los recuerdos familiares —la casa, los antepasados, el paisaje— con la historia de la isla de Margarita.

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Santiago Acosta (San Francisco, Estados Unidos, 1983). Licenciado en Letras y magíster en Literatura Venezolana (Universidad Central de Venezuela). Obtuvo una maestría en Literatura Latinoamericana y Española en San Francisco State University. Ha publicado el poemario Detrás de los erizos (Ganador del V Concurso para Obras de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores, 2007) y la plaqueta Caracas (PLUP, Buenos Aires, 2010). Fue fundador y editor, junto a Willy McKey, de la revista de poesía El Salmón (Premio Nacional del Libro, 2010). En San Francisco, California, codirigió la revista académica Canto: A Bilingual Review of Latin American Civilization, Culture, and Literature. Actualmente reside en Nueva York, donde cursa el doctorado en Culturas Latinoamericanas e Ibéricas de Columbia University.

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En esta oportunidad, compartimos una crónica inédita de Santiago Acosta, quien se encargó de fotografiar algunos espacios de la casa de la poeta Emira, las portadas de sus libros y algunos retratos.  La cabecera fue diseñada por Samoel González Montaño. Para ello, utilizó una conocida imagen de una Emira sonriente, rodeada de sus esculturas y obras pictóricas, perteneciente a los archivos de  fotografía de la Biblioteca Nacional de Venezuela. Néstor Mendoza realizó la revisión del texto. La ficha curricular de Rodríguez fue escrita por Santiago Acosta, y forma parte de su ensayo «Venado del canto áspero».