A Aquiles Nazoa desde su mirador de infancia.

Hacían falta músicos uniformados de dorados galones y relucientes kepis, sobre la parisina glorieta y niños felices, riendo y cantando ─ el canto de los niños es la forma más pura de la risa ─ entre los setos impasibles.

Faltaba el exclamar de los cobres bruñidos en la pueril alegría de una obertura vienesa y la risa de los niños, fresca y gozosa, coreando el ulular de las trompetas y la ronca respuesta de los bajos ancianos.

Roberto el Diablo…Poeta y aldeano…músicas felices, pueriles, contentas, para hacer más evidente la risa de los niños ─su espuma innumerable─ el esplendor del sol y la alegría galana del domingo.

Risas…risas…risas; jocundas risas de niños, la música feliz de la glorieta, el sol gozoso y franco desparramado alegre, las parejas sonrientes…Risas…

Y acá, desde el banco impasible, un hombre de ojos cansados y gestos tristes, aspira la brillante, bullente, despreocupada tibieza del parque.

Un hombre entre las risas, el sol, los niños, la glorieta. Uno que parece haber perdido la costumbre de reír y regresa para aprender de nuevo.

Su cansancio se aduerme en el vivo estridente de las risas…

Mas, solo la ceniza imperceptible del crepúsculo se reclina en los setos rechonchos.

El hombre está solo en el parque. Sin pensar: extraviado. Por dentro lleva suelta la fantasía del atardecer.

Entonces, uno de esos perros despojados que parecen motas de lana sucia, pasó, despectivo, frente a él, moviendo la robusta cola llena de fango. Era un perro de elevado linaje caído en desgracia. Un noble arruinado. Sin embargo, no se resigna a despojarse de sus reales atavíos. Sostenía aún el orgullo de su casta. Era un mendigo en frac. Como él: «Álvaro Fernández, un mendigo en frac». Podía no serlo, acaso era él solamente un mendigo sin frac, siempre agachaba la cabeza y no había tenido nunca un buen traje. Pero sonaba bien esa frase: rotunda y redonda como le gustaba hacerlas; paladearlas, moldearlas en todas las cavidades de la boca.

Tenía la pasión de las frases bonitas. Algunas las maduraba semanas enteras y luego se complacía en decirlas en todos los matices de la voz, hasta cansarse. Ahí estaba una que sonaba muy bien: Álvaro Fernández, un mendigo en frac.

Su corbata estaba desteñida y rota, daba cierta impresión funeral de abandono y pobreza, pero no acertaba a despojarse de ella. Le daba autoridad sobre los que no podían llevarla. Allí radicaba la diferencia entre él y el picapedrero.

Aunque este llevara más dinero en el bolsillo se vería bien con corbata. No pensaba que él tampoco se vería muy bien en overall.

Salvador Garmendia

Fragmento de «El parque»

(Novela corta)

Año 1946 ~