La muerte que no deja huellas

«Cuando llegamos a casa la encontramos vacía. Ella ya no estaba. No había señales de que hubiese ocurrido ninguna cosa rara. El sofá estaba ligeramente separado de la pared, pero aparte de esto no vimos nada. No había ninguna nota […]». Tanto en sus obras de teatro como en su narrativa, Sam Shepard ha realizado, con la precisión de un forense, una autopsia del American way of life. En el extracto que acabamos de citar, del libro Crónicas de motel,  se nos muestra el interior de un hogar en donde el ausente no ha dejado rastros ni huellas. Se ha ido, casi de puntillas, y en el lugar de su partida no se ha escenificado ningún adiós.

La medicalización de la muerte ha alejado a los moribundos de sus espacios más íntimos y personales, esos espacios en los que la persona se da a través de sus objetos y sus pertenencias. Ahora se muere en los hospitales. En estas instituciones se escenifica un simulacro, en un proscenio impersonal y tecnificado. Médicos, ayudantes, familiares y moribundos se ven forzados a actuar como si no pasara nada, como si lo que estuviese ocurriendo fuese tan sólo un trámite burocrático del que hay que salir de la manera más rápida y eficaz que sea posible.

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Fragmentos de la obra «Rosa Enferma» (1993), de Roberto Obregón

Ph. Ariès ha señalado que: «La muerte de hoy es una comedia ―siempre dramática― que consiste en simular la ignorancia de morirse pronto». El moribundo de hoy dejó de morir en el contexto de una ceremonia familiar presidida por él mismo, en un espacio donde estén impresas sus huellas y las de los suyos: un espacio personal en el que exista un reconocimiento público de esas huellas. Aislado dentro de un coto cerrado y aséptico ―en donde el silencio forzoso es apenas interrumpido por el monótono y mecánico ruido de los respiradores artificiales y de los sensores de las constantes vitales― el moribundo de los hospitales es condenado antes de morir. Y mientras mejor cumpla con el papel que se le asigna ―colaboración, silencio, discreción― su representación será favorablemente calificada, según Glaser y Strauss, por ejemplo, como un acceptable style of facing death. Se trata entonces de una muerte solitaria, medicalizada, higiénica. Las secreciones del moribundo deben ser aspiradas puntualmente. Es importante que hable lo menos posible, que no nos contamine con los olores y las ronchas de un cuerpo trabajado por la muerte. Por eso es que el moribundo debe ser confinado, al tiempo que un escuadrón debidamente entrenado se encargará de borrar, con puntual diligencia, esas embarazosas huellas que va dejando el moribundo, y que tanto nos ofenden. Por todo repique de campanas, en los hospitales contemporáneos tan sólo se escucha, en los pasillos o detrás de las cortinas, el discreto ajetreo de médicos y enfermeras, la escueta y contenida aflicción de los familiares ―cada vez más escasos― que acompañan al moribundo, y las últimas novedades y oportunidades que ofrece, sin ningún disimulo, el agente de los servicios funerarios. Resulta, pues, casi imposible vislumbrar, detrás de la cortina, conectada a los aparatos y los monitores: «Sus ojos. Su cabello pegado a los labios. La imagen de ella completamente sola. Desvaneciéndose […]», como lo expresa Sam Shepard en sus Crónicas de motel.

Mors incerta, hora certa

Con la medicalización de la muerte ―la muerte hospitalaria, aséptica, desafectada― el tiempo del moribundo se ha alargado considerablemente. Cada vez son mayores los avances científicos que aseguran una prolongación de la vida de los moribundos, aún cuando muchas de las funciones orgánicas, e incluso la actividad cerebral, hayan cesado. El electroencefalograma plano, según el Informe de 1968 de una Comisión ad hoc de Harvard Medical School, ha pasado a ser el criterio clave para la definición de muerte que se acepta en el entorno médico-hospitalario. Se conoce cada, vez con mayor precisión, los mecanismos y las rutas fisiopatológicas que conducen a un fallo multiorgánico. Los adelantos en la terapia del dolor son cada vez más apreciables, de tal forma que asegurar la pasividad del moribundo ya no es una tarea del todo inaccesible. La administración y la regulación del tráfico de moribundos en el hospital hace que sea posible predecir, con aceptable exactitud, la hora del deceso. Acaso porque la muerte se ha convertido, cada vez con mayor frecuencia, en una decisión técnica que deviene del acuerdo entre médicos, funcionarios y familiares impacientes. Ciertamente, a la hora incierta del adagio latino ―Mors certa, hora incerta― se ha yuxtapuesto, en el mundo contemporáneo, la hora concertada y calculada.

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Sin Título (Perfect Lovers). 1992. Félix González-Torres.

En los pasillos de los hospitales resulta raro escuchar los desgarradores, «horribles», gritos del Iván Ilich de Tolstoi. Las manchas o las emanaciones indecorosas que deja el moribundo sobre su lecho ―insoportables para nuestro contemporáneo sentido de la vista y del olfato― son disciplinadamente eliminadas, pues así lo indica la propedéutica hospitalaria. La rapidez con la que se realizan los oficios fúnebres; la manera en la que se evita o se escamotea el duelo; el ocultamiento de las manifestaciones de dolor; el afán por disimular y maquillar el cadáver: todas estas estrategias, que han venido configurándose a partir del primer tercio del siglo XX ―y que han sido señaladas por diversos autores, a partir del clásico artículo de G. Gorer, ‘The Pornography of Death’―, hacen que nos preguntemos hoy, quizás con mayor insistencia que nunca, por el paradero del muerto. Esta también es la pregunta en torno a la cual giran casi todos los relatos de uno de los géneros de ficción predilectos de nuestro tiempo: la novela negra y el policial. Desde Conan Doyle y Poe hasta los films de los hermanos Cohen surge esta obsesión por seguirle la pista al muerto. Quizás porque la muerte se nos ha vuelto, por disimulada y eficaz, cada vez más extraña, ajena, incerta.

Dejar hablar a los moribundos

A partir de la segunda mitad del s. XX, ha habido un interés por incorporar «el morir» al temario de preocupaciones de las ciencias sociales. Autores como G. Gorer, H. Feifel y Glaser y Strauss, han planteado el comienzo de una inédita sociología de la muerte. En muchas ocasiones, las discusiones han trascendido de los conciliábulos académicos a la esfera de lo público. De tal forma que se puede decir que ciertos sectores de la sociedad han ido sensibilizándose poco a poco con estos temas. E. Kübler-Ross fue una de las abanderadas de esta aproximación al cerco en el que malviven los moribundos. A partir de 1965, en algunos hospitales de la ciudad de Chicago, E. Kübler-Ross empezó a interrogar a los moribundos, a dejarlos hablar para saber qué sentían, cuáles eran sus pensamientos, sus preocupaciones, sus fantasías. La intención, en un principio, fue catalogada por sus colegas como cruel y obscena. En 1969 publicó el clásico ‘On death and dying’, en donde expone buena parte de sus indagaciones en torno a la psicología de los moribundos. El libro se convirtió en un éxito de ventas y ha sido reimpreso varias veces. Para sorpresa de todos, Kübler-Ross descubrió que los moribundos todavía siguen vivos, que todavía tienen cosas que decir, que tienen una gran necesidad de expresarse, y que el papel que el sistema hospitalario les  asigna ―silencio, discreción, aplacamiento emotivo, es decir, los atributos de eso que suele denominarse como «paciente colaborador»― resulta forzoso y artificial, y los condena al aniquilamiento social. Los moribundos «agradecían que se les informara en la intimidad de una pequeña habitación y no en el pasillo de una clínica, llena de gente», nos comenta E. Kübler-Ross.  Porque existe un reclamo, de parte de los moribundos, por la personalización de los espacios; una pulsión vital que les impele a hacer estancia para habitar y dejar huellas, aún en el tránsito final. Un pasillo es un lugar de nadie, una instancia que sirve para salir o llegar a alguna parte. Los pasillos de la muerte son angostos, estrechos, incómodos. Los que van a morir a los hospitales son tratados como si estuviesen en un pasillo, pues todo lo concerniente a ellos es circunstancial, desechable y sustituible, como los sueros, las cánulas y las inyectadoras. Los moribundos son exhibidos ante practicantes, médicos y enfermeras ―que siempre están yendo y viniendo de un lado a otro― pero al mismo tiempo son ignorados, pues se presume que están de paso y ya no tienen más nada que decir. La iniciativa de Kübler-Ross ha demostrado que se puede intentar habitar el espacio del tránsito final, pues ahí se registran emociones, vivencias y huellas de lo que están abandonando este mundo. Este intento de construir una morada, una pequeña burbuja en el seno de un medio inhóspito regido por la eficacia, constituye un arte y una pedagogía del morir. Su experiencia nos dice que no hay que condenar a los moribundos antes de tiempo.

Un largo adiós al viajero  

A los viajeros se les debe despedir. El moribundo es un viajero, y la sala en donde espera su travesía definitiva se debe humanizar, pues debería ser el lugar de los últimos adioses, el lugar en donde podríamos expresar esa «simpatía carnal». Y la personalización de este espacio ―que es un espacio de tránsito― se funda en el diálogo, en la palabra solidaria y compartida. Para E. Trías no existe la muerte, sino que «acontece eso que se llama, en rigor, el morir». La muerte no es algo que se instala, sino más bien es transitiva. La muerte sucede. Y sucede en ese límite en el que el moribundo está y no está, pero está, a pesar de ser un fronterizo. Es decir, aunque parezca una verdad de Perogrullo, el moribundo aún no está muerto. El moribundo experimenta sensaciones, odia, ama y tiene necesidad de expresarse, no para decir elocuentes o enigmáticas sentencias, sino para dar cuenta de su aquí. Tan simple como eso. Porque todos necesitamos despedirnos. Agitar una mano, desde la barandilla de un barco o desde un andén, significa que me estoy yendo, pero al mismo tiempo que voy dejando huellas, señales reconocibles para los que me quieran recordar. Vamos a darles un largo adiós a los viajeros.

 

Luis Enrique Belmonte es poeta y narrador. Sus publicaciones más recientes son  Pasadizo. Poesía reunida (2009) y Compañero paciente (2012). Su novela Salvar a los elefantes  cuenta con dos ediciones (2006 y 2016). Realizó estudios formativos en música, medicina, historia de las ciencias, bioética y psiquiatría.  Esta es la segunda y última entrega del  ensayo inédito «Apuntes sobre la intimidad de los moribundos»; la primera parte se publicó el 18 de junio.