El 30 de noviembre de 1952, las urnas electorales se abrieron en Venezuela. El motivo: elegir a los integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente. El escritor Mario Briceño Iragorry (1897-1958), candidato por el partido Unión Republicana Democrática (URD), era uno de ellos. Para entonces, Acción Democrática (AD) y el Partido Comunista (PC) combatían en la resistencia a la Junta Militar de Gobierno, instancia de facto que había derrocado cuatro años antes al gobierno democrático de Rómulo Gallegos.

En este discurso ofrecido en el Nuevo Circo de Caracas, Iragorry resalta el papel de los valores civilistas y republicanos frente a la nefasta bota militar. Los estudiosos reportan que la victoria del partido URD fue de 1.198.000 votos contra 403.000 del Frente Electoral Independiente, fachada electoral del general Marcos Pérez Jiménez. Pese al aplastante resultado, la Junta no reconoció la voluntad popular. Días después, el 12 de diciembre, se inició formalmente la dictadura que se extendió hasta el 23 de enero de 1958.

 

 

Mi presencia ante el pueblo democrático de Caracas obedece a un imperativo de ciudadanía y a un imperativo de lealtad con mi propia persona. Si en verdad no es lícito a ciudadano alguno negar su aportación a la dura y difícil labor de ayudar hoy a la abatida República, no me era, tampoco, permitido, en el campo personal, desechar el honor que me proporciona el Partido Unión Republicana Democrática, cuando incluye mi nombre de modesto servidor de la democracia en su lista de candidatos para diputados a la próxima Asamblea Constituyente Nacional.

Miembro soy yo del disperso partido político que buscó la manera de asegurar continuidad en el orden de la República, a las normas democráticas que distinguieron la acción de gobernante del general Isaías Medina Angarita, y como dirigente de aquella actividad política, me cupo en suerte trabajar asiduamente con Jóvito Villalba en las valiosas reformas e iniciativas democráticas como el Habeas Corpus, la Ley contra el Enriquecimiento Ilícito de los Funcionarios, la elección directa del Presidente de la República, que agitaron en el seno del Congreso de 1945.

El amaño con que se desenvuelve este proceso, ha dado margen para que se creara en el seno del electorado nacional una justificada corriente abstencionista, que miró por ilegítimo llamar al pueblo al voto cuando las cárceles están llenas de presos políticos y en el exterior abundan ciudadanos expulsados del país, no solo para imputárseles peligrosidad para el orden público, sino por defender, como Rafael Pizani, Foción Febres Cordero y Humberto García Arocha, los fueros de la vieja Universidad Central, y cuando el proselitismo electoral se desarrolla sin las garantías características de estos torneos cívicos. Pese al margen de razón que pudieran tener los patrocinantes de la conducta abstencionismo, las asambleas de los dos grandes partidos legalizados —Copei y URD— estuvieron coincidentes en la necesidad de hacer uso del filo que señalaban al civismo las espadas de los gobernantes, como oportunidad de expresar la voluntad cohibida de las mayorías nacionales.

Al servicio de la Venezuela adolorida y confiada, que aspira ver en conjunción creadora a todos sus hijos, y de la cual son factores eminentes hombres colocados en posiciones contrarias, como Rómulo Gallegos, Jóvito Villalba, Isaías Medina y Rafael Caldera. Al servicio impostergable de esa confiada y adolorida Venezuela me siento hoy más que nunca vinculado; y dispuesto a darle en sacrificio el reposo que imperativamente me reclama la salud, he aceptado la invitación que me hizo el líder indiscuto de las mayorías liberales del país.

Así parezca difícil por las circunstancias del momento, es necesario volver a la Carta Magna Fundamental a las viejas declaraciones principistas, que desde 1830 anularon el fuero personal de los militares y declararon la pasividad republicana de la noble misión del Ejército. Quizás pocas cosas honren tanto la conducta del general Páez como su conformidad con la abolición del fuero castrense, de que se creyeron en perpetua posesión los valientes guerreros que se sentían padres de la República. Pero la mayoría de los ínclitos varones que lucharon en los campos de batalla por consolidar la independencia de la patria, tenían puestos el interés y el corazón más en el porvenir de las instituciones que en el goce de privilegios contrarios a la igualdad republicana.

Si no en explícitas normas constitucionales, a lo menos en habilidosos circunloquios legales se mantiene hoy un sistema que sustrae la conducta general de los ciudadanos que visten uniforme, de la común sanción de las leyes. Este sistema, además de ser contrario a la esencia del sistema democrático, hace que se vuelva la voluntad del pueblo contra los personeros de un cuerpo que debe ser visto siempre con el respeto que se deriva de su noble, natural y exclusiva misión de garante de las instituciones republicanas. Garante y no ejercitante, sostenedor de las leyes civiles, más no ejecutor directo, en función de cuerpo, de los mandatos de aquéllas. Diríase que la violencia de la acción característica de los hombres de cuartel, no puede pasar de la salvaguarda de los ejecutores civiles de la ley. En sus recias manos, los frágiles principios se quiebran fácilmente y la simbólica espada de la justicia se convierte en recio machete de terror. Que aumente en dignidad y disciplina nuestro Ejército, debe ser el voto del pueblo. Testigos del debate público, los militares han de mantenerse vigilantes desde las almenas de los cuarteles. Ayer los ejércitos libraron las batallas sangrientas que nos dieron libertad. Ahora ellos deben descansar, mientras los hombres y las mujeres libramos en el campo del civismo la batalla de los principios y fijamos libremente las normas de la administración y la política.

 

 

Mario Briceño Iragorry (Trujillo, 1897-1958). Político y escritor venezolano. Se trasladó a Caracas en 1912 para ingresar a la Academia Militar; dos años más tarde regresó a Trujillo donde ejerció el periodismo. En 1918 se mudó a Mérida para cursar sus estudios de Derecho en la Universidad de Los Andes, en la que se graduó en 1920; la ciudad lo acogió como director de Política y encargado de la Secretaría del Estado Mérida. A partir de 1921 trabajó en la Dirección de Política Internacional del Ministerio de Relaciones Exteriores, junto a Lisandro Alvarado y el poeta José Antonio Ramos Sucre; además fue docente y director del Liceo Andrés Bello. En 1927 regresó a Trujillo donde ejerció como presidente interino del Estado. En 1932 fue incorporado como individuo de número a la Academia Nacional de la Historia y de la Lengua; sus obras Casa León y su tiempo y El regente Heredia o la Piedad heroica le valieron el Premio Municipal de Literatura y el Premio Nacional de Literatura, en 1946 y 1948 respectivamente.

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Este fragmento pertenece al libro Jóvito Villalba, de Omar Pérez (Colección Biblioteca Biográfica Venezolana, El Nacional y Banco del Caribe: Caracas, 2008). La transcripción, comentarios y selección estuvieron  a cargo de Carlos Alfredo Marín. Néstor Mendoza realizó la revisión del texto. El encabezado fue diseñado por Samoel González Montaño a partir de un retrato de  Baralt & Cía, 1927, perteneciente al Archivo Fotografía Urbana.