El cielo de otoño se tiende sobre Madrid dorado y sin una nube. La luminosidad fresca, limpia y pule las piedras. Por la Castellana y por el Prado los parterres están llenos de flores. Las fuentes de la Cibeles y de Neptuno levantan sus plumas de aguas. Los árboles de las calles están aún cubiertos de hojas verdes. El jardín del Buen Retiro luce en todo esplendor.

Las calles están llenas de gente parsimoniosa, locuaz y gesticuladora. Ya la Puerta del Sol no tiene la vida nocturna y el ajetreo que le conocí en otros años, pero en cambio la Gran Vía y la calle de Alcalá se ven tan pobladas y movidas como en sus mejores tiempos. Se puede uno sentar a una mesa de café en la ancha acera, a la sombra de un árbol. El mozo le traerá un dorado jerez y unas gambas. Mientras se paladea, se mira y se oye. Es ciertamente una muchedumbre menos bulliciosa y activa que la de 1931. A poco de observar se da uno cuenta de cómo abundan los trajes raídos, los zapatos rotos, las deshilachadas camisas. Eso sí, llevadas con la dignidad y gracia tradicionales de la raza. Se ven pasar muchos uniformes. De militares, de guardias civiles, de policías. La gente que pasa habla en alta voz. A veces un par de hombres del pueblo se detiene a nuestro lado y se lía en una breve conversación.

—Nada, que si no tenemos las pesetas nos ponen en el arroyo, señor Isidro.

—Yo me las arreglaré, señor Santiago. A mí no me echan. Conozco a uno de los funcionarios.

—Aquí lo que debería el Gobierno es hacer lo que hace el Gobierno inglés. Tomar doscientos o trescientos millones de pesetas y ponerse a hacer casas para los pobres. Eso, señor Isidro.

En la casa de enfrente, a lo alto de cuatro pisos se destacan las insignias de la Falange: el haz de flechas y el yugo de los Reyes Católicos. En el puesto de periódicos vecino mira uno el gris montón de los flacos diarios: Ya, Arriba. Se ven en un instante. Fuera de algunas fotografías de actos oficiales y de las noticias de espectáculos y deportes, publican informes telefónicos o telegráficos de sus corresponsales en París, en Londres o en Washington. Una noticia de Washington está encabezada así: «La pugna de los dos partidos americanos le da a Rusia las mejores armas para su propaganda contra los Estados Unidos». Son pocos los avisos grandes. En cambio, más de una tercera parte del periódico está llena de avisos por palabras. Hay una larga lista de pisos o apartamentos que se ofrecen en venta. Pisos de sesenta mil o cien mil pesetas, pagaderos en un plazo de cincuenta años y con un interés de tres por ciento sobre los saldos deudores.

Se ven pocos automóviles lujosos. Los taxis son «Citroen» viejísimos y estrechos. Cuando algún hermoso automóvil americano se para, la gente lo mira con codiciosa curiosidad. Es un automóvil de gente rica, muy rica. De «señores», como dice aquí la gente humilde con un tono de respeto y un sonido de distancia desconocidos entre nosotros. Con el mismo tono con que dicen de un palacio: «Es de los señores Duques de tal; o de los señores Condes de cual».

Se ha detenido un «Cadillac» y dos mozos del pueblo que están cerca de mí lo comentan:

—Ese debe ser algún rico.

—Qué sabes tú lo que es un rico.

—Rico es el que tiene mucho dinero.

—Rico es el que se ocupa de diversiones y de pasarlo bien.

—No, quita. Rico es el que tiene una salud muy buena.

Todo parece pacífico, ordenado y situado. En algunas paredes se miran, pintados con carbón, retratos de Franco y de José Antonio Primo de Rivera. Nunca se ve ninguno borrado, ni ningún letrero contrario escrito en una pared. En todas las tiendas están igualmente los dos retratos en sitio de honor. Pero no se siente actividad política visible. Da la impresión de que la política, como la guerra civil, es una cosa del pasado. Una cosa que quedó decidida, arreglada y determinada hace muchos años. Detrás de todas aquellas caras vivaces, detrás de todas aquellas conversaciones sobre toros, fútbol, casas o empleos, no hay modo de advertir el sentimiento político que esté oculto. No parece haber ningún tema político vivo. Los mismos símbolos de Falange parecen cosa del pasado. Se nombra a Franco no como al Jefe de un movimiento político activo y combativo, sino como a un rey. Las mismas pesetas se encargan de confirmar esta impresión de remoto suceso con su leyenda que dice: «Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios».

El resto del mundo también parece remoto e indiferente. La impresión que se recibe de la prensa es la de que España está rodeada de países enloquecidos o esclavizados. Se habla en un tono despectivo de los Estados Unidos y de Rusia. Se nombra con orgulloso desdén a Francia e Inglaterra.

Pero, para los turistas, Madrid se abre al sol de otoño como una flor. Las tiendas están llenas de objetos que, traducidos a dólares, resultan de un precio increíblemente bajo. Las terrazas de los cafés ofrecen sus sillas, a la sombra de las arboledas, desde las que se puede hablar inagotablemente y contemplar la vida como un espectáculo. Una que otra mujer vestida de negro viene a ofrecer billetes de lotería. Las vitrinas de las confiterías rebosan de esos dulces españoles, labrados en yema y azúcar, que saben a convento.

Los vecinos de mesa hablan de toros. Otros más allá discuten, con agudas razones, de un indeterminable negocio. El día azul está lleno como de sol de domingo. Es la una, pero es todavía temprano para pensar en almorzar. Se almorzará a las dos y media, se comerá a las diez. Y una nueva fiesta azul comenzará a las diez de la mañana del día siguiente.

Siempre que uno no advierta aquella angustia de pobreza que hay en los ojos del niño desarrapado que nos mira, o en los de la mujer vestida de negro. Que nos miran como de una gran distancia, sin atreverse a acercarse a pedirnos.

 

Arturo Uslar Pietri (Caracas, 1906-2001). Escritor, abogado y político, uno de los intelectuales venezolanos más influyentes del siglo XX. Su obra narrativa le valió los más grandes reconocimientos en lengua española: el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1990) y el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos (1991). Su trayectoria literaria inició con Barrabás y otros relatos (1928) y se proyectó aún más con su primera e icónica novela, Las lanzas coloradas (1931). También incursionó, con notables aportes, en la crónica de viajes. Fue director del diario «El Nacional», en el cual sostuvo su conocida columna «El Pizarrón» hasta 1998. Embajador venezolano para la UNESCO en París, fue una figura muy familiar de la televisión nacional debido a su programa semanal en RCTV, Valores Humanos.

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La crónica «La terraza del café madrileño» fue tomada del libro El globo de colores (Caracas: Monte Ávila Editores, 1975). La transcripción estuvo a cargo de Néstor Mendoza. Graciela Yáñez Vicentini realizó la revisión del texto. La cabecera fue diseñada por María Betania Núñez, a partir de un retrato de archivo.