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Fue mi padre el que me mostró por primera vez la magia del cuarto oscuro. De niña me llevaba algunas tardes a su estudio y yo jugaba a que me perdía entre los largos fondos de papel que utilizaba para sus sesiones publicitarias. Aquellos días en el viejo apartamento en la urbanización El Bosque de Caracas quedan entre los vagos recuerdos de mi infancia. La mayoría de ellos casi desvanecidos ante el inclemente paso de los años. Otros, como esa primera tarde de revelado, se vuelven historias diluidas con la fantasía de un juego infantil.

Me había olvidado de la existencia de la magia tanto como lo hace cualquier niño al crecer. Los cuentos, en un intento por nunca rendirme a la realidad, se quedaron en una pluma tímida que de vez en cuando se siente libre ante las oscuras horas de insomnio. La fantasía dio paso a las notas periodísticas que se hicieron el día a día dentro de un mundo lleno de creadores. De los artistas que se atrevían a seguir soñando. Sus historias se volvieron la bandera de resistencia.

Quince años pasaron. Quizás más. La magia se me había perdido hasta esa tarde, sentada frente a un viejo amigo a quien el azar me asignaba entrevistar. Él recordaba que fue su experiencia en el revelado lo que lo convenció que debía dedicarse a la fotografía. «Lo que vi ese día, cómo aparecía la foto en el papel como por arte de magia, me atrapó», dijo entusiasmado. Volvería gracias a él a la fotografía. Volvería esa tarde al cuarto oscuro.

En una habitación que en algún momento serviría como baño, mi padre y su socio habían colocado largas mesas llenas de bandejas. Las paredes estaban pintadas de negro. No había ventanas. Como tendedero de ropas, algunas imágenes colgaban expectantes. Bajo las mesas había grandes potes de diferentes químicos que jamás memoricé. Apenas recuerdo los colores de los envases: naranja y blanco. ¿O eran rojos?

Papá entró primero con varios rollitos en mano y comenzó a preparar el material. Me presentaba cada instrumento como si fuesen viejos amigos. No recuerdo el orden. Apenas su apariencia. Solo quedó uno claramente grabado: algún tipo de vaso contenedor que extrañamente asociaba con esas cocteleras que veía en escenas en las que un mesonero sacudía divertido una mezcla que luego servía sonriente, normalmente a una señorita.

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«Vamos a meter el negativo aquí pero no puedes abrir el rollo hasta que apague las luces». Algo así me dijo mi padre mientras explicaba el artefacto. Adentro iban colocados tres espirales que sostendrían los carretes mientras el químico los revelaba. «Espérate para apagar», recuerdo. A tientas intenté adivinar el proceso pero no pude. Mi padre tomó el mando y, casi sin dificultad, sacó, enrolló los negativos y cerró los vasos. Sus manos ya habían memorizado el proceso; las mías todavía se perdían en la oscuridad.

Una vez los químicos cumplieron su propósito, la luz podía volver a entrar a la habitación. Con cuidado, papá colocó los negativos en una caja larga dispuesta en una esquina para secar y tomó otros que ya estaban listos. «Ahora vamos a hacer la copia en papel». Sacó una lámpara de extraña apariencia y colocó la tira a lo alto. Abajo, la bombilla reflejaba la imagen sobre una plataforma con reglas y números. «Aquí va el papel. Antes cuadramos lo que queremos copiar, revisamos las medidas, el encuadre… cómo queremos que quede», me enseñaba atentamente.

El papel fotográfico también es sensible a la luz natural. Desde ese momento el cuarto se vuelve rojo. Una única bombilla ilumina el pequeño espacio. A lado de las lámparas se despliegan las bandejas en las que mi padre vertía el líquido. Un químico por bandeja: una función por químico. Encendió la lámpara unos segundos. Luego cogió un cartoncito atado a un alambre y volvió a encender mientras hacía sombras sobre algunos puntos. «Mientras más tiempo la luz, más se quema el papel».

Sumergió el papel en el primer químico y dio inicio a un temporizador. Tic-tic-tic-tic. Siempre amé el sonido de esos relojes.

Tic-tic-tic-tic. Comienza a verse la imagen. Tic-tic-tic-tic.

«Mientras más tiempo lo dejes, más oscura se pondrá la imagen». Tomó unas pinzas y cambió de bandeja. La secuencia del mago se me escapa. Se desvanece en el olvido, en los minutos entre los químicos, en las sorpresas de las imágenes. Se revelaba el secreto. La luz podía volver a entrar al cuarto. Quedaron a la espera los personajes colgados como prendas que se secan al viento. Pronto, mi padre los revisitaría en busca de esa foto que contaría su historia.

Ese fue mi primer encuentro con la magia de la fotografía, con las quimeras del cuarto oscuro. A esa historia volvería más de 15 años después durante esa entrevista. Y lo haría dos veces más adelante llevada por los recuerdos de otros dos fotógrafos a los que me condujo el periodismo.

Mi padre asoció siempre su fotografía a la poesía. Cuidadosamente buscaba entre los versos de incontables poemarios que hoy hacen torres al lado de su cama y con ellos titulaba las imágenes. Yo aprendí a ver sus fotos igual que miro la literatura: recuerdos de un imaginario infinito. Cada entrada al cuarto oscuro nos descubre una nueva historia. Algunas serán reales; la mayoría, ficciones.

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Lucía Jiménez es periodista y editora. Licenciada en Comunicación Social de la Universidad Monteávila, ha trabajado como asistente editorial en distintos proyectos desde 2006. Después de una experiencia intercultural en Suecia, dedicó sus estudios de postgrado a la diversidad y comunicación en España. Desde 2014 a 2017 fue coordinadora del Papel Literario de El Nacional y actualmente forma parte del equipo del Archivo Fotografía Urbana. Aficionada a las historias de las fotos. Es escritora de crónicas y minicuentos.

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La cabecera principal fue diseñada por Samoel González Montaño.  Néstor Mendoza y Carlos Alfredo Marín realizaron la revisión del texto. La dirección fue de Faride Mereb.