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Soldados franceses de la Drôle de Guerre (1939)

 

Imaginen la sala de comedor de una casa de clase media, decorada con un estilo propio del período de entreguerras y abandonada desde entonces. Piensen en telarañas, polvo, vajilla desfigurada sobre el suelo, humedad que se come el techo de madera, que ha empezado a caerse y desde una de sus grietas ha fluido lluvia de años, creando una mancha en el piso, cubierta de moho y otras inmundicias. Todo esto muy cerca de donde antes hubo una mesa elegante, para las pocas visitas, puesta sobre una gran alfombra. Hay hojas secas, las ventanas están rotas y los animales del valle han entrado a hacer sus cosas y quizás morir de viejos, como no pudieron sus dueños originales, desplazados quién sabe por qué fuerzas. La sala es un soldado que ha viajado a tierras donde predominan otros colores de piel, pero donde la sangre es igual de roja y brota cuando se atraviesa la carne con balas, cuando se atraviesa a las viudas con otras clases de armas que siembran fetos mestizos en los vientres. La sala es un soldado que regresa de la guerra y se deja crecer la barba, la soledad y la locura, que se deja habitar por animales y vagabundos para no desaparecer. Imaginemos que la sala es una invitación a la memoria o a la ficción, y que debemos salir por su ventana, volando como una brizna de paja, atravesando el valle fértil que la rodea, lleno de verde y brillo, hasta llegar a la boca de un búnker que brota antes de salir de sus predios. Imaginemos que la sala era un preámbulo para ese búnker y que ahora nos sumergimos en él, como si no tuviéramos materia, y vemos, mientras bajamos, cada una de sus capas de metal, sus tuberías, sus entramados eléctricos, sus madrigueras de conejos y ratones, sus filtraciones. Y tras terminar el descenso, ya en medio de la sala de operaciones, podemos ver a dos civiles, un hombre y una mujer, sentados en el piso, con la ropa y la piel sucias y maltratadas, como si llevaran años allí. Imaginemos que la mujer se llama Judi y el hombre Daniel y pensemos que los encontramos imbuidos en alguna conversación.

—¿Sabes cómo…sé que esto que estamos viviendo es real o… —titubea Judi, la boca abierta, los labios curtidos— o por lo menos… que no estamos vivien…que no estamos en una película o una novela?

—¿Cómo?

—No, no. Déjame empezar de nuevo. ¿Sabes por qué —Judi pone todo el peso de sus palabras en el «por qué»— sé que esto que estamos viviendo es real o por lo menos que no estamos en una película o una novela?

—Me hiciste la misma pregunta dos veces.

—¡No estás poniendo atención! —reclama con los ojos y el batir de las manos Judi—. Deberías de saber que…para el punto en que nos encontramos… que en medio de todo…de todo esto —las manos de Judi hacen círculos en el aire del búnker— solo los detalles más insignificantes pueden…solo los detalles ínfimos nos pueden salvar.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¡Maldición, Daniel, que tienes que estar pendiente! ¡De todo! No puedes seguir botando la baba en tu rincón mientras todo te pasa por el frente sin que lo notes.

Si abandonamos el búnker en ese mismo momento y emergemos sobre él, como un espíritu que asciende al cielo tras su muerte, escalando las capas de concreto y acero hasta llegar al exterior, veríamos al valle cubierto casi por entero de ceniza, al cielo pintado con humo y fuego, al aire lleno de chispas y sonidos de trueno, que en realidad son metrallas y granadas. Alrededor de la boca del búnker veríamos cinco soldados muertos, llenos de ceniza, sin ninguna cicatriz, como niños que murieron de susto. Al otro lado del valle, otra granada estalla y el sonido tarda dos segundos en llegar tras la imagen de las esquirlas y el humo. El mismo tiempo que necesitaríamos para bajar al centro de operaciones del búnker, donde Daniel y Judi permanecen sentados como dos muñecos de un museo de los horrores.

—¿Sabes por qué sé que esto que estamos viviendo es real o por lo menos que no estamos en una película o una novela?

—No.

—¿Podrías jugar a adivinar al menos?

—¿Para qué habría de hacerlo? —se atreve a preguntar Daniel y es como si abriera un grifo— ¿Para qué? Si solo jugamos a suicidarnos a través de la repetición de preguntas no contestadas —Daniel toma aire y contraataca— ¿Sabes por qué sé que estamos en una película?

—¿Por qué estamos o por qué no estamos?

—¿Por qué estamos?

—¿Es decir que aseguras que esto no es real?

—Nunca dije tal cosa.

—Entonces, ¿qué fue lo que dijiste?

—¿Para qué te serviría esa respuesta? —El cuello de Daniel, sus venas, parecen desbordarse más que sus palabras— Piensa por un segundo, Judi. ¿Para qué?

—Para mucho.

—Para nada, dirás. A estas alturas solo las grandes preguntas pueden salvarnos. Contestarlas es tirar por la borda los pocos salvavidas que nos quedan. Y yo sé que tú tienes que saberlo…de alguna forma…aunque te la pases con tu putita pregunta todo el santo día.

—¿Cómo sabes que lo sé?

—¿Quieres saber por qué esto es una película? —El énfasis en el «es» de Daniel resulta casi un golpe.

—No sé…no estoy segura de querer saberlo.

—Pues yo tampoco quiero saber por qué esto es real.

Subiendo desde la sala de operaciones hasta la boca del búnker, no es difícil imaginar cómo han cercado el valle alrededor de este y la casa, cómo han colocado letreros que informan de los horarios de visita al museo militar, cómo han sembrado la grama con afiches llenos de fotografías en blanco y negro, con semblanzas llenas de letras, que narran los eventos que allí sucedieron con los eufemismos necesarios para que la visita sea apta para todo público. Podemos ver los vehículos estacionados, el autobús escolar que se acerca por la vía asfaltada, el grupo que hace el recorrido dentro de la casa, que se deja ver por la ventana de la sala; el grupo que camina por los exteriores y lee los nombres de los mártires en una placa junto a un busto de bronce, la guía que responde las preguntas de un niño; el grupo que desciende al búnker, donde solo hay réplicas de armamento y un mapa táctico, con el que se practica un juego de mesa cuando la excursión es para niños. El espectáculo se repite cada dos horas, seis veces al día, y por las noches el lugar queda abandonado. Nosotros, sin embargo, con o sin museo, con o sin soldados muertos de susto y llenos de ceniza, podemos imaginarnos a Daniel y Judi, conversando en medio de aquella sala de operaciones, como si ese búnker no hubiera servido jamás para otra cosa.

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Un soldado alemán alimenta un gato durante la Drôle de Guerre

—¿Nunca has escuchado hablar de la Drôle de Guerre? —le pregunta Daniel a Judi.

—No. Nunca.

—Fue un período muy estúpido de la historia…antes de la batalla de Francia —Daniel deja un espacio de tiempo y empieza a narrar con histrionismo—. Desde septiembre de 1939 hasta mayo de 1940…ocho meses, Judi…ocho meses, nada más y nada menos…Francia y el Reino Unido se aliaron en una multimillonaria guerra contra Alemania, en la que si acaso alguien murió fue de aburrimiento o difteria. Tanto los alemanes como los aliados de Francia e Inglaterra construyeron líneas de combate inmensas, conformadas por miles de búnkeres, que eran obsoletos antes de su propuesta, y atrincheraron a cientos de miles de soldados, obligándolos a calcinarse las manos de tanto masturbarse con revistas de lencería viejas, a la espera de otra clase de acción, de la acción para la cual los enrolaron, que nunca llegó. Porque ninguno se atrevía a atacar al otro hasta que el primero lo hiciera —Daniel se detiene, mira a Judi, que no luce interesada en la historia, y pone más empeño en su narración—. Ocho meses enteros pasaron… ocho meses sin que se registrara un solo combate o, cuando menos, una misión de reconocimiento. Empezó la guerra de Francia y los soldados ni se enteraron hasta que vinieron los convoyes a llevarse todo el armamento transportable posible y dejaron los búnkeres a la suerte de los campesinos, que empeza…

—Maldición, Daniel…esa estupidez que me estás contando es la Guerra de Broma.

—Pero, claro que es la Guerra de Broma. Nadie te ha dicho lo contrario.

—Entonces, ¿por qué coño no me preguntas que si he escuchado hablar de la Guerra de Broma? ¿Por qué coño tienes que decirme el nombre en otro idioma? ¿Acaso tú eres francés o qué? Ni siquiera lo sabes pronunciar bien y te pones a hablar pendejadas.

—¿Qué te pasa, Judi? No tienes por qué ponerte así por esa tontería. No tiene nada de malo llamar a las cosas por su nombre. Además, yo qué iba a saber que si te lo decía en español sí ibas a saber de qué hablaba.

—¡Ese es el problema! ¿Te das cuenta? Que tú siempre quieres creer que yo no voy a saber las cosas. ¿Por qué no tratas de joder a alguien en tu propio idioma, ah? ¿Quieres hablarme de guerras de bromas? Pues háblame de guerras de broma y no de malditas drô-les-de-gue-rres, ¿entiendes?

—Sí, tranquila. No hacen falta los gritos. Ya sé lo que estás pensando…Esta noche me toca dormir en el sofá…Duerme tú sola en el búnker y mañana recoges y te vas a donde tu mamá…como siempre.

Al abandonar la sala de operaciones, subir por las capas de metal y cemento, y escapar por el respiradero, volando al ras de la grama, se entra por la ventana a la sala, que está tan limpia y ordenada como el día de su estreno. Si seguimos por el pasillo, llegamos al cuarto de Daniel y Judi, también decorado al estilo de entreguerras, donde Judi, con una piyama de seda, se peina el cabello como si se preparase para dormir, como tantas otras veces cuando quería que Daniel la mirara con sus otros ojos, los que escondían las garras, la arcilla que ella sabía moldear. Pero esta vez tiene algo más en mente, que Daniel, deambulando por el cuarto todavía en ropa de trabajo, presiente.

—No quiero sonar como cualquier otra mujer, pero…coño…¿en qué punto nos perdimos?

—¿De qué hablas, Judi? —Daniel se despereza y respira hondo—. Yo lo veo todo bien.

—¿Cómo que todo bien? Nada entre nosotros está bien…y ya van ochos meses de eso… ocho meses completos.

—¿Cómo que ocho meses, Judi? No digas esas cosas. Yo…yo sé que hemos tenido nuestras discusiones de vez en cuando…y así ha sido desde el principio…pero no te voy a dejar que digas que llevamos ochos meses mal, porque…coño, si de algo estoy seguro es que…en estos últimos ocho meses no hemos peleado de gravedad ni una sola vez…ni una sola, Judi…ni una.

—¡Tú no entiendes nada, Daniel! Yo no estoy hablando de peleas. Coño, desde…desde hace tiempo yo siento que este cuarto…se nos ha convertido en…en un búnker…en una muralla… en algo que nos mantiene separados. Te lo juro que preferiría pelear, antes que seguir en esta apatía tan estúpida.

—¡No sabes lo que dices, Judi! —Las palabras de Daniel van tomando más peso mientras él va dejando libre su rabia—. No tienes ni puta idea de lo que dices. Tú… tú de hecho no quieres pelear. Tú no tienes ni idea de cómo pelear. No tienes suficiente cerebro para eso. Tampoco quieres mejorar las cosas, porque también te faltan corazón y güevos. Si hay alguien frío en este búnker de cuarto…alguien frío y calculador…pues eres tú. Yo no.

—¿Por qué hablas así? —Judi empieza a llorar y no puede pronunciar nada más.

—¿Sabes qué me da risa? Que empiezas la discusión diciendo que no quieres ser como las demás mujeres y nunca has sido diferente. Llevas registro calculado de cada agravio de la relación hasta el punto de que puedes asegurar con certeza de historiador que llevamos ocho meses mal, y tienes las bolas de preguntar que en qué punto nos perdimos. ¿Tú crees que no me doy cuenta de lo que intentas? ¿Tú crees que así te exculpas de lo que nos pasa? ¿O sigues creyendo que yo soy el único que construye murallas…el único que invirtió en esta Línea Maginot? Este búnker, como tú le llamas, lo hemos forjado entre los dos. Así que no me digas que no entiendo nada.

—¿Me haces el favor de dormir en el sofá esta noche? —pronuncia con un suspiro Judi, después de limpiarse los ojos—. Mañana si quieres yo me voy a donde mi mamá.

—¡Bah, lo que sea! ¡Quédate con tu búnker de mierda!

Daniel sale del cuarto y nosotros con él, para seguir hasta la sala, atravesar la ventana y sumergirnos en el búnker por un hueco de su respiradero, bajando peldaño por peldaño, hasta llegar a su sala central, donde cinco soldados uniformados hacen sus labores rutinarias. Uno de ellos se está masturbando en una esquina oscura con una revista vieja de lencería. Su nombre es August.

—¿Ustedes saben cómo sé que esto que estamos viviendo es real…o por lo menos que no estamos en una película ni nada de eso? —grita August desde su rincón a sus compañeros, deteniendo su faena.

—¿Por qué?

—Porque aun después de almorzar las tripas del enemigo en la batalla, y traer a este búnker ese apestoso olor a muerte, todavía mi Nenita me espera calientica y mi bestia siempre está dura y preparada para ella…

—¡Eres un pervertido de mierda, August! —dice cualquier soldado al azar.

—¡Pervertido tu culo, maricón, que tú también estás esperando tu turno con Nenita! —August vuelve la mirada a la revista y empieza a masturbarse de nuevo—. ¡Ay, Nenita! ¡Qué maricones esos niños con los que tiras! Deberías quedarte conmigo nada más.

—¡Apúrate, August! No vas a durar una hora con Nenita, como ayer.

—¡Cállate, burro, que me quitas la inspiración! —August sigue en su labor, mientras deja escapar sonidos guturales—. ¡Uh, hu! ¡No tan pronto, Nenita! ¡No tan…! ¡Uh!

Evanescer desde la sala de operaciones y elevarse como la melancolía sobre las capas de esta cebolla metálica hasta que nos exhale por su nariz y seamos el rocío que recubre la grama con la que se viste, con la que se camufla del enemigo, y saber que ningún disfraz es eterno. En los búnkeres cercanos, las explosiones han empezado a retumbar y cuatro de los cinco soldados salen a intentar algunas maniobras para las cuales no recibieron entrenamiento. Ni siquiera saben que en un ataque aéreo deben permanecer en su refugio. El quinto soldado, en el ínterin, procura establecer comunicaciones con un equipo tan muerto como lo estarán ellos en media hora. Cada estallido suena más cercano y los soldados se vuelven monolitos que lanzan metrallas a la ceniza y al humo, que no pueden retirar los dedos del gatillo y los ojos del vacío. El quinto soldado emerge y se une al coro de desgraciados. Ninguno escucha al avión que sobrevuela su refugio, pero sí la bomba que revienta a sus espaldas y los lanza por el aire y los deja junto al respiradero del búnker, boca arriba, mirando al cielo encendido en llamas, ocultando todas sus heridas, como si un sepulturero los hubiese colocado allí, para no aterrorizar a algún observador desprevenido. Los cinco soldados parecen cinco niños que han muerto de miedo y pronto la ceniza tapa la sangre y los cubre. El aire se vicia y no es posible mirar nada más. Nos obliga a hacernos uno con el humo y recorrer en reversa el camino hacia el centro neurálgico del búnker, donde no hay vestigios de lo que alguna vez, nunca, siempre, hoy ha pasado. Adentro, Daniel y Judi hacen el amor, o aquella cosa que aprendieron a hacer para callar por un cuarto de hora los insultos, para resetearse después de almorzar sus propias tripas y regresar al lecho con ese apestoso olor a muerte, ella todavía caliente y él con su bestia siempre dura, como si estuvieran en una película, o como si no, porque, aceptémoslo, da lo mismo. El orgasmo de ambos es una exhalación larga que trepa por las capas del búnker, sale por un orificio de su respiradero, entra por la ventana y recorre la sala, los pasillos, hasta llegar a su cuarto, con una cama que los recibe mientras leen, de noche, ya solo con las luces de la lámpara. El cuarto de Daniel y Judi, a esa hora, es un soldado que parte a la guerra con agua de colonia, uniforme planchado y muchísima ignorancia. Mirémoslo partir como se contempla el final de un poema. Hinchemos nuestros pulmones de aire con el último verso y pasemos a otras imágenes y escenarios.

 

Víctor Mosqueda Allegri (Valencia, 1984). Licenciado en psicología, narrador, corrector de estilo, involucrado activamente en la escritura y la promoción literaria. Forma parte del Colectivo Letra Franca. En el año 2013 recibe la primera mención en el IX Concurso Nacional de Cuentos SACVEN por su relato «Los 7 mandamientos de la Granja Muck», y en el año 2014 resulta ganador del VIII Concurso Nacional de Narrativa Salvador Garmendia con su libro Manual de patologías, y recibe mención especial en el VIII Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores con su cuento «La mesa». En el 2016, su cuento «El dolor» resultó finalista en la primera edición del Premio Anual de Cuento Salvador Garmendia.

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«Drôle de Guerre» es un relato inédito, que forma parte de un libro en preparación. El encabezado fue diseñado por Samoel González Montaño.  Néstor Mendoza y Carlos Alfredo Marín realizaron la revisión del texto. La dirección fue de Faride Mereb.