Fotografía: Samoel González Montaño

39 años son suficientes para cerrar el ciclo de una voluntad y una resistencia frente al acto de escribir en medio de una región árida, cercada, por demasiada nueva, a los lenguajes culturales. Esta región, esta tierra, cuyos hombres no conocieron sino la inmediatez del lenguaje y la ferocidad del golpe, este país de la época de Juan Vicente Gómez, nada tenía que ver con escritores y con poesía, como tampoco quiere el país de hoy, comprometerse con la formas culturales, con el pensamiento, con la reflexión, porque toda reflexión finalmente subvierte y trastoca la no menos ilusoria realidad del presente.

Imagino a Ramos Sucre caminando por las calles de Caracas, lleno de un silencio obligado, observando tras las romanillas a unas mujeres transparentes siempre a la espera de un suceso. Lo imagino también escuchando entre las líneas de lenguaje de esos hombres de su época, una palabra cotidiana que escasamente tenía que ver consigo…

«Yo vivía en una ciudad infeliz, dividida por un río tardo, encaminado al ocaso. Sus riberas, de árboles inmutables, vedaban la luz de un cielo dificultoso. (…)»

«Yo sentía las trabas y los cerrojos de una vida impedida…»

De manera que había que inventar una región distinta. Necesario era inmovilizar esa realidad precaria, brutal, inmediata.

Publicar poemas en revistas donde coexistían recetas y marcas de ungüentos, coplas y redondillas, encerrarse en habitaciones, mirar el sol, como si allí la espera, por sí misma, permitiese la posibilidad de una transformación humana, estudiar y dar clases son alternativas soportables no más de treinta y nueves años. Ramos Sucre tuvo que inventar un país, un lenguaje y una resistencia frente a su presente. Recogió de sus contemporáneos europeos el amor y el descubrimiento hacia lo que ya estaba aquí en esencia: la voluptuosidad de una geografía, sus contradicciones, su violencia. De Europa tomó y recogió la forma, esa manera de articular lo imaginario, una manera novedosa de decir, una manera primera en Latinoamérica, que encerró en relatos poéticos un universo de castillos, mares, náufrago y damas cautivas cercados por selvas y lianas. Así, de nosotros, Ramos Sucre percibió lo abrupto, la violencia. Y realizó más tarde, ya no en su poesía sino como consecuencia de su lucidez, una síntesis: había que detener la movilidad de la realidad. Había que morir.

 

De Ramos Sucre me interesa ese contorno heroico, esa oposición en vida a su medio, el acto por el cual se margina como poeta de las realidades verbales de su época, sin hacer concesiones, reafirmando en cada uno de esos relatos el conocimiento de lo ilusorio de la realidad. Sin embargo, quizás no fueron suficientes los sueños, quizás ese universo mental continuamente estuvo asediado por la vulgaridad de lo inmediato. Aquello hombres de la historia gomecista, silenciados políticamente, contuvieron sus fuerzas a partir de una entrega. Ramos Sucre, de distinta manera, ejerció también ese acto de entrega: borró la ciudad real por una imaginaria, y luego, a través de la superación del único medio que le permitía cierta liberación: el pensamiento, violentó su vida. Rompió con el mundo porque la muerte así es ya una forma de lucidez, de inteligencia.

Con esta muerte el país se inauguró como conformador de una sociedad ajena a los caminos poéticos, por invisibles tal vez, por imposibles como objeto… con esta muerte se inicia en nuestra cultura la aceptación de la palabra fácil, y sólo con muchos años más tarde Ramos Sucre será reivindicado en la generación de Carlos Augusto León, la generación del 28. Habría que revisar entonces los motivos de esa reivindicación.

Ramos Sucre ahora sólo puede ser visto como una isla que se mantuvo erguida a pesar del desastre cultural de su momento histórico. Como poeta es una guía de silencios y de trabajo, la expresión de un «a pesar de todo», ese que le permitirá seguir siendo escritor hasta los 39 años y hasta el desvarío.

Los más significativo que permanece de su obra y de su vida es el empeño infructuoso de sobreponer una ciudad a otra ciudad [la imaginaria], su deseo de encontrar en algún lugar figuras fabulosas, hombres mágicos hechos de sueño, asumidos por lo irreal y no por la falsa ilusión de lo real:

«La dama renuente, aficionada a las quimeras de la imaginación, sueña con huir de este mundo a otro ilusorio. Nadie podría averiguar el derrotero de su fuga».

 

LA VIDA DEL MALDITO

Yo adolezco de una generación ilustre; amo el dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para destruir el mundo abandonado al mal. Imagino constantemente la sensación del padecimiento físico, de la lesión orgánica.

Conservo recuerdo pronunciados de mi infancia, rememoro la faz marchita de mis abuelos, que murieron en esta misma vivienda espaciosa, heridos por dolencias prolongadas. Reconstituyo la escena de sus exequias, que presencié asombrado e inocente.

Mi alma desde entonces crítica y blasfema; vive en pie de guerra contra los poderes humanos y divinos, alentada por la manía de la investigación; y esta curiosidad infatigable declara el motivo de mis triunfos escolares y de mi vida atolondrada y maleante al dejar las aulas. Detesto íntimamente a mis semejantes, quienes sólo me inspiran epigramas inhumanos; y confieso que, en los días vacantes de mi juventud, mi índole destemplada y huraña me envolvía sin tregua en reyertas vehementes y despertaba las observaciones irónicas de las mujeres licenciosas que acuden a los sitios de diversión y peligro.

No me seducen los placeres mundanos y volví espontáneamente a la soledad, mucho antes del término de mi juventud, retirándome a mi ciudad nativa, lejana del progreso, asentada en una comarca apática y neutral. Desde entonces no he dejado esta mansión de colgaduras y de sombras. A sus espaldas fluye un delgado río de tinta, sustraído de luz por la espesura de árboles crecidos, en pie sobre las márgenes, azotados sin descanso por un viento furioso, nacido de los montes áridos. La calle delantera, siempre desierta, suena a veces con el paso de un carro de bueyes, que reproduce la escena de una campiña etrusca.

La curiosidad me indujo a nupcias desventuradas, y casé improvisamente con una joven caracterizada por los rasgos de mi persona física, pero mejorados por una distinción original. La trataba con un desdén superior, dedicándole el aprecio que a una muñeca desmontable por piezas. Pronto me aburrí de aquel ser infantil, ocasionalmente molesto, y decidí suprimirlo para enriquecimiento de mi experiencia.

La conduje con cierto pretexto delante de una excavación abierta adrede en el patio de esta misma casa. Yo portaba una pieza de hierro y con ella le coloqué encima de la oreja un firme porrazo. La infeliz cayó de rodillas dentro de la fosa, emitiendo débiles alaridos como de boba. La cubrí de tierra, y esa tarde me senté solo a la mesa, celebrando su ausencia.

La misma noche y otras siguientes, a hora avanzada, un brusco resplandor iluminaba mi dormitorio y me ahuyentaba el sueño sin remedio. Enmagrecí y me torné pálido, perdiendo sensiblemente las fuerzas. Para distraerme, contraje la costumbre de cabalgar desde mi vivienda hasta fuera de la ciudad, por las campiñas libres y llanas, y paraba el trote de la cabalgadura debajo de un mismo árbol envejecido, adecuado para una cita diabólica. Escuchaba en tal paraje murmullos dispersos y confusos, que no llegaban a voces. Viví así innumerables días hasta que, después de una crisis nerviosa que me ofuscó la razón, desperté clavado por la parálisis en esta silla rodante, bajo el cuidado de un fiel servidor que defendió los días de mi infancia.

Paso el tiempo en una meditación inquieta, cubierto, la mitad del cuerpo hasta los pies, por una felpa anchurosa. Quiero morir y busco las sugestiones lúgubres, y a mi lado arde constantemente este tenebrario, antes escondido en el desván de la casa.

En  esta situación me visita, increpándome ferozmente, el espectro de mi víctima. Avanza hasta mí con las manos vengadoras en lo alto mientras mi continuo servidor se arrincona de miedo; pero no dejaré esta mansión sino sucumba por el encono del fantasma inclemente. Yo quiero escapar de los hombres hasta después de muerto, y tengo ordenado que este edificio desaparezca, al día siguiente de finar mi vida y junto con mi cadáver, en medio de un torbellino de llamas.

EL MENSAJERO

La luna, arrebatada por las nubes impetuosas, dora apenas el vértice de los sauces trémulos, hundidos, con la tierra, en un mar de sombras.

Yo cavilaba a orillas del lago estéril, delante del palacio de mármol, fascinado por el espanto de las aguas negras.

Ella apareció bruscamente en el vestíbulo, alta y serena, despertando leve rumor.

Pero volvió, pausada, a su refugio, cerrando tras de sí la puerta de hierro, antes de volver en mi acuerdo y mientras esforzaba, para hablarle, mi palabra anulada.

Yo rodeo la mansión hermética, añadiendo mi voz al gemido inconsolable del viento; y espero, sobre el vuelo abrupto, el arribo del bajel sin velas, bajo el gobierno del taumaturgo anciano, monarca de una isla triste, para ser absuelto del pesado mensaje.

 

José Antonio Ramos Sucre [Cumaná, 9 de junio de 1890 – Ginebra, Suiza, 13 de junio de 1930]. Poeta, ensayista, educador, políglota, autodidacta y diplomático venezolano. Uno de los más destacados escritores e intelectuales de la historia venezolana. Su obra poética escrita en prosa ha sido catalogada como vanguardista por los críticos posteriores. Realiza sus primeros estudios en el Colegio Santa Rosa [Carúpano] y en el Colegio Nacional de Cumaná [Cumaná]. En 1911 se traslada a Caracas para continuar sus estudios de Derecho, pero la dictadura gomecista clausura, en 1913, la Universidad Central. Colabora en El Universal, El Cojo Ilustrado, El Tiempo, El Nuevo Diario, entre otros medios impresos. Un año después, es nombrado Oficial de la Dirección de Derecho Público Exterior de la Cancillería, donde trabaja como traductor e interprete. En 1925 recibe el título de Doctor en Ciencias Políticas. En 1929 es nombrado Cónsul en Ginebra. Debido a sus insomnios agudos y su estado psíquico, se interna en el Instituto Tropical de Hamburgo, Alemania; y luego en el Sanatorio Stephanie, en Merano, Italia. Se suicida el 13 de junio de 1930 en Ginebra. Publicó La Torre de Timón  [1925], Las formas del fuego [1929]  y El cielo de esmalte [1929]. Sus restos reposan en el Cementerio Santa Inés de Cumaná, Edo. Sucre.

 

 

La cabecera principal fue realizada a partir de los detalles de los retratos de José Antonio Ramos Sucre y Hanni Ossott; tanto ésta como el registro fotográfico de la Revista M, Nº55  [Caracas, Montana  Gráfica] fue realizado por Samoel González Montaño. La transcripción estuvo a cargo de Luisana Rivas. La corrección y el montaje web, por Carlos Alfredo Marín. La dirección fue de Faride Mereb.