Apuntaba mi dedo
como una maniobra de mi sangre
dirigida en la tierra
hacia todas las cosas.

Levantaba mi mano
como una tibia almena
en donde el aire entraba
a sonar cinco flautas
y a llevar esa música
para hundirla en el mar,
o golpear las montañas,
o derribar un árbol.

¡A lo alto, a lo alto!
señalaba el incendio
que gira con nosotros
y miraba el planeta
que recibía mi sombra,
y miraba mi sombra
como un ladrón huyendo
por alguna ventana.

Me iba por la orilla
violenta de los ríos
y agrupaba mis pasos
donde la arena era
más blanca y más callada.
Nunca hice un castillo
ni derribé el silencio de una torre
a puntapiés.

Acaso era mejor
subir por los barrancos
arañando la tierra
delante de mi rostro,
o exprimiendo, la yerba
como una cabellera,
¡fuerza, fuerza hacia arriba!
¡y sudor, y sudor!

O trepar en un árbol
o entrar en la frescura
sonora de un pajal.

Levantaba mi honda
y esperaba escondido
la voz de un arrendajo
y apuntaba mi piedra
donde tenía los ojos,
justo al pico oloroso
rodeado de canción,
¡oh crüeldad inmensa!
abatido hacia abajo
un arroyo de música
ensangrentaba el mundo.

Silbaba las iguanas lentamente
y le tejía una elipsis
desde la oscura punta de la cola
hasta el hocico azul,
todo para dejar
su corazón inmóvil,
casi trasparentado, casi visto,
y aniquilarlo, ¡ay!
a punta de silbidos.

Un día fue un colibrí
que arrojó su chispazo
como un trompo de luz
y circuló en la zona
dormida de una flor
y azotó su perfume
con una fina lluvia
de besos y distancias.

Yo quería su destello
para entrar en mi casa
con una mano ardiendo
y acercarla a la cara
dormida de mi madre
y llamar a mi hermana,
¡ven!, ven a mirar su rostro
y deja que su sueño
transcurra como un río
y que arome su cuarto
y dame un beso aquí,
¡aquí mismo!
y abre toda la boca
que te voy a llenar
de lumbre la garganta.

Me gustaba correr
dentro de un aguacero
y humedecer la zona
delgada de los gritos,
ir a la lejanía
detrás de un arco iris
y azotar su color
como un caballo aéreo
y hacerlo galopar
hacia el sol ¡hacia el sol!

y mirar las mujeres
morenas del regreso
con un cabello azul
empapado de lluvia
y esa dulce manera de exprimirlo
al lado de la húmeda cadera
o en la sombra mojada de los muslos.

Hermosa era la tierra
que tenían mis rodillas,
hermosa, pero hermosa,
toda la superficie de la plaza,
yo la olía y la besaba
como a una mujer
y la rasaba toda
como si fuese un perro
y gritaba y gritaba
hasta que aquella estatua
se tapaba el oído.

 

II

Hoy recuento el ardido
perfume de mi infancia,
la raíz que los pájaros
llenaron de canción,
las vocales caídas
en mi primera página
y el aire en que vivía
mi palabra de amor.
He ido hasta mi pan
por la vía de mi voz,
he mordido su anís,
he besado mi aldea,
he caminado el sol.

 

III

Hoy tengo todo el rostro
derrumbado en mi mano,
hoy siento muchas ganas
de alzar entre mis brazos
mi propio corazón.

 

Arnaldo Acosta Bello (1927-1996). Poeta, narrador y gerente cultural venezolano. Exiliado en México, publicó en 1956 su primer poemario, El canto elemental. En 1959 fundó el grupo Tabla Redonda. Nacido en Camaguán, Guárico, vivió en Cumaná, trabajó en la Universidad de Oriente, a finales de los 70 se radicó en Mérida y sus últimos años transcurrieron en Barquisimeto. Adiós al rey (1995) fue su último libro publicado.

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El poema «Recuento» pertenece a El canto elemental y aparece en el tomo I de la Antología actual de la poesía venezolana (Editorial Mediterráneo: Madrid, 1981), compilación realizada por el poeta J. A. Escalona-Escalona. La transcripción estuvo a cargo de Néstor Mendoza. Graciela Yáñez Vicentini realizó la revisión del texto.La cabecera fue diseñada por María Betania Núñez, a partir de un retrato de archivo.