Francisco Rivera ha sentido lo que él llama «el vértigo de las lenguas ». Desde el italiano de las Estancias de Policiano, hasta el griego de los poemas de Cavafy, el crítico y ensayista conoce a fondo la dificultad de convertir en un texto poético real, aquel que se trae al español desde una lengua desconocida. Pienso que  hoy, debido a la masiva comercialización del libro, el traductor es un ser explotado por la sociedad de consumo. ¿Traductor-traidor? Un criterio extremo, ya que Francisco Rivera sólo acepta hablar de traición cuando no se consigue un auténtico equivalente de traducción. Y siempre lo hay: basta saberlo buscar.

 

Criticarte Nº 7 Diciembre 1985 5

De Francisco Rivera hay poco que decir. Es uno de los ensayistas venezolanos más densos y agudos y más críticos. Su firma aparece regularmente en Eco de Bogotá y Vuelta de México, para nombrar solamente dos revistas de indiscutible prestigio. En la Universidad de Berkeley, donde permaneció nueve años (1954-1963) sufrió varios vértigos: el budismo zen y la contracultura de Theodore Roszak, entre ellos, pero sobre todo uno, intenso, apasionado, absorbente, que lo mantiene todavía en constante éxtasis, la traducción.

Los textos traducidos por Francisco Rivera del inglés y del francés, pasan de quince. Citemos La escritura y la experiencia de los límites de Philippe Solers y Razones de la nueva crítica  de Serge Doubrovsky. Pero no hay duda: Cien poemas de Cavafy, traídos al español directamente del griego, es su obra maestra (palabra que lo incomoda). El propio Octavio Paz, ha dicho que es ésta la mejor traducción al español del gran poeta griego.

Francisco Rivera no rehuyó la participación en este dossier sobre el noble oficio del traductor. En esta breve entrevista, intentó detener el vértigo que le produce el traducir, aunque permaneció fiel a lo que escribió una vez en un ensayo sobre Cavafy y Pessoa: las traducciones no terminan nunca.

 

ADMIRAR ES COMPARTIR

—Dentro de su larga experiencia como traductor, ¿qué tipos de textos prefiere traducir?

—Hay dos tipos de traducciones. La traducción en prosa, ya sea de crítica literaria o de antropología o de sociología, etc. Hay que hacerla con cuidado, pero no es lo mismo que la traducción de un poema o de una serie de poemas, es decir, una traducción literaria importante. Considero que la que más ha exigido de mí ha sido la traducción de poesía. Cuando uno admira un texto poético, desea compartirlo con otra persona. Y si ese texto está en otra lengua, ¿cómo compartirlo? Traduciéndolo.

—¿Cómo definir la tarea de un traductor?

—El traductor tiene que conocer bastante, lo mejor posible, la lengua del original. Y mejor aún, su propia lengua, para que ese texto dicho en una lengua desconocida, extranjera, pase a convertirse en un texto poético real, en la lengua de uno. Es una tarea que muchas personas hacen, sin tener conciencia de ello. Hace poco leí una traducción de unos poemas de Ezra Pound y me atrevo a decir que la persona que la hizo, no sabe inglés. Es como un torero espontáneo que se tira al ruedo, quizá por entusiasmo. Sé que el entusiasmo es un aspecto muy importante de esto, pero hay que tomar en cuenta el otro aspecto: estudiar, darle vuelta al texto, dominar la gramática de la lengua del poeta.

—Pero pareciera que por muchos esfuerzos que haga, un traductor siempre es un traidor…

—Claro, traduttore-traditore. El problema es que hay un texto original que tratas de convertir en un texto bello, poético, en tu propia lengua. Pero cada lengua tiene sus peculiaridades lingüísticas. Imagínate si tuviera que traducir del español al inglés, un poema que estuviera basado en la diferencia entre el verbo ser y estar. Sería un problema, porque ni el inglés, ni el francés, tienen dos verbos, uno para ser y otro para estar. Tendría que darle un giro distinto para traducirlo. Esos son los problemas que se encuentran en la traducción, pero particularmente en la poesía. Creo que se traiciona el texto, sólo cuando no se consigue un auténtico equivalente de traducción.

 

UN EQUIVALENTE PERFECTO

—Leer a Crimen y castigo como si hubiera sido escrito en español, ¿no es una forma de traición al texto original?

—Hay una teoría según la cual, cuando uno lee una traducción, debe tener la sensación que, originalmente, fue escrito en esa lengua. Pero hay una teoría, apoyada nada  menos que por Ortega y Gasset en su ensayo sobre la traducción, que sostiene todo lo contrario: el traductor debe dar la idea que el texto ha sido traducido y que hubo dificultades para traducirlo. Después de todo, Ortega y Gasset no era un experto en traducción, ni en lingüística, sino un gran filósofo. Creo que la mayoría de los grandes traductores y lingüistas actuales me darían la razón: hay que lograr un texto bello, correcto, que sea el equivalente perfecto de la lengua original…

—¿Cuál es a su juicio el nivel y la calidad de las traducciones que, en su mayoría, nos llegan de España?

—En España siempre ha habido excelentes traductores. Lo que pasa es que el nivel de la traducción al español ha bajado muchísimo, a causa de la comercialización del libro. En los años veinte y treinta, había muy buenos traductores, tanto en España como en Latinoamérica. Podría citar, entre otros, a Enrique Díaz Canedo y Alfonso Reyes. Era gente que traducía por amor a la literatura, sin importarle la remuneración económica. Actualmente, el traductor es un ser explotado por la sociedad de consumo, a quien se le paga muy poco y no se le reconoce nada, un ser vil y pisoteado. La mayoría de los traductores actuales traducen porque tienen hambre. Y las personas que aman la literatura, no están dispuestas a ser tratadas así, por un trabajo que hacen con tanto cuidado, esfuerzo y amor.

 —La gran poesía, ¿se puede o no se puede traducir?

—Cuando Goethe dijo que la gran poesía es la que se puede traducir, se refería a que si haces una poesía que es un puro juego de lenguaje, sin fondo, sin contenido profundo, es muy difícil traducirla. La gran poesía es la que tiene profundidad de contenido y esa, sí se puede traducir.

 —Cuando usted traduce, ¿se siente creador?

—Me siento creador y me identifico mucho con el creador. No hubiera podido traducir a Cavafy, Seferis o Kenneth White, si no me hubiera identificado con ellos. Para convertir un texto al español, para que sea auténtico, tienes que revivirlo, dejar que se escriba a sí mismo en tu lengua. Uno es como una especie de médium, un hilo por el que pasa esa energía vital.

 —¿Por qué a los escritores venezolanos les interesa tan poco traducir?

—Creo que la mayoría de los jóvenes que se estrenan en literatura, no tienen conciencia que la literatura es una, pero se escribe en muchas lenguas. Pienso que sería bueno aconsejarles que aprendieran una o dos lenguas extranjeras. Porque si un novelista o poeta o cuentista en español sabe inglés o francés, en un momento dado sentirá la necesidad de traducir. El gran crítico alemán Ernst Robert Curtius, después de traducir la novela de William Goyen, The house of breath, dijo que lo había hecho porque debía traducirla, tenía que traducirla. Fue como una necesidad imperiosa.

—¿No podría establecerse una relación entre la escasa necesidad de traducir en nuestro país y el deterioro general del lenguaje?

—Yo no hablaría de deterioro general, sino de literatura específicamente. Hay una especie de deterioro del cultivo de la lengua entre los literatos. Nos dejamos influir por los cables que llegan mal traducidos y por una serie de interferencias, como las llaman los lingüistas. Se traduce descuidadamente. No me gusta sentirme purista. No lo soy con respecto a los demás, pero sí conmigo mismo. Trato de escribir lo mejor que pueda en mi lengua.

—¿Hay algún texto que usted considere magistral en materia de traducción?

—Una de las traducciones que más me ha impresionado, es la que hizo Ángel Crespo de La divina comedia, publicada en tres tomos por Seix Barral. Una labor extraordinaria. Un ejemplo de gran amor, de gran trabajo.

 

RESPETAR EL ORIGINAL

—Si usted leyera una traducción al español de poesía rusa, sin conocer el idioma ruso, ¿podría advertir si es buena o mala?

—No. No podría, porque no sé ruso. Para saber si una traducción está bien hecha, hay que conocer las dos lenguas. Es un error muy grave pensar que porque una traducción es muy bella, muy armoniosa, está bien traducida.

—Juan Luis Delmont-Mauri afirma que cuando se lee una traducción no hay que remitirse al original, sino a la traducción, para saber si está bien hecha o no.

—Creo entender lo que quiere decir Delmont: un texto traducido por alguien competente, dará la sensación de ser bello y correcto. En este sentido, respecto la intuición de Delmont, pero no la comparto. Porque al tratarse de una traducción, pienso que hay un original, una fuente que debe respetarse. En el poema de Octavio Paz, por ejemplo, Piedra de sol, hay un famoso verso en el que habla del mundo moderno, de la despersonalización y del afán de lucro. Paz dice mierda abstracta, para referirse al dinero. Si yo tuviera que traducir eso al francés, tengo que poner el equivalente de traducción de ese término, en la lengua a la que voy a traducir. No lo puedo cambiar, porque la fuerza y la belleza de la expresión de Paz en ese momento, requiere que en francés se encuentre una palabra. Y Benjamín Perret la encontró muy bien: chiasse.

—¿Por qué, reiteradamente, los textos se vuelven a traducir?

—Porque cada generación revisa sus poetas. Cuando leemos un poema de Garcilaso o de Fray Luis de León, o cualquier poema del renacimiento español escrito en 1500 o en 1600, estamos en cierta forma retraduciéndolo al español del siglo veinte, el mundo de Garcilaso. Con mayor razón, si se trata de un poeta francés del siglo dieciséis o diecisiete: hay que volverlo a traducir, cada una o dos generaciones. Es como una relectura. Borges es un gran especialista en ese tipo de pensamiento. Cuando se lee un texto, se está volviendo a escribir. Incluso si se copia palabra por palabra, como lo hace Borges en Pierre Menard, autor del Quijote, se está reescribiendo, se está reinventando.

—¿Cree que hay textos intraducibles?

—No hay ningún texto que no pueda ser traducido. A todo texto, se le puede encontrar lo que los lingüistas llaman equivalente de traducción. En principio, todo texto puede ser traducido.

 

Miyó Vestrini (Nimes, Francia, 1938) fue poeta, periodista y narradora. Es piedra angular del periodismo cultural venezolano. Su estilo incisivo, versátil y descarnado inauguró el género de la entrevista literaria. Columnista, editora, locutora, guionista, su talento múltiple y único fue abonando los medios impresos, radiales y televisivos. Trabajó como guionista en la industria televisiva nacional. Trabajó en el Diario Occidente, La República, El Nacional; dirigió las páginas de arte de El Nacional y el Diario de Caracas. Junto a Antonio López Ortega, coordinó la revista CriticArte. Dirigió el suplemento infantil El Cohete. En dos oportunidades obtuvo el Premio Nacional de Periodismo (1967, 1969) y además fue agregada de prensa de la Embajada de Italia. En el 2008, la casa editorial El Nacional publicó su biografía escrita por la periodista Mariela Díaz Romero.

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Francisco Rivera (Caracas, 1933). Ensayista, narrador y profesor universitario. Se desempeñó como docente de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Ha traducido a importantes poetas como Cavafy, Seferis, Kenneth White, Pessoa y Eugenio de Andrade. Ha publicado los siguientes volúmenes de ensayos: Inscripciones (1981), Ulises y el laberinto (1983, Premio Municipal de Ensayos), Entre el silencio y la palabra (1986) y la Búsqueda sin fin (1993). Su libro Voces al atardecer (1990) recibió el Premio Miguel Otero Silva de Novela.

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La digitalización de las páginas de la revista Criticarte (número 7, diciembre, 1985) estuvo a cargo de Diana Moncada. La cabecera fue diseñada por Samoel González Montaño, a partir de un detalle de un retrato de archivo. Carlos Alfredo Marín realizó la transcripción y Néstor Mendoza se encargó de la revisión. El texto introductorio es el sumario original de la revista.