Conocí al profesor Fernando Carrizales en el festival fotográfico Mérida Foto en el año 2016. Por supuesto, conocía su trabajo y también su dedicación por el singular mundo privado que había forjado en Chuao. Conocía sus espléndidos retratos durante los años setenta, su sensibilidad para con las tradiciones venezolanas. Conocía su excentricidad, su donaire de caballero de la vieja escuela, su infalible ojo fotográfico. Su mirada casi mitológica sobre el mundo. Pero entre todas las piezas, me faltaba por supuesto la más importante: el hombre que encarnaba un tipo de fotografía vivencial y sensorial que marcó una época en Venezuela. Porque Fernando Carrizales no era solo el hombre que sostenía la cámara con una habilidad asombrosa, sino también un artista que miró a Venezuela desde lo conmovedor, lo íntimo y lo extraño. Con sus paisajes rurales, su Chuao pleno de luz, sus retratos de hombres y mujeres maravillados por la novedad del autodescubrimiento, Fernando Carrizales mostró a nuestro país desde una perspectiva distinta y cautivadora.

Le recuerdo como una figura imposible, vestida de blanco nítido, oloroso a cacao — no podría ser de otra manera —, con el cabello abundante y canoso, libre y despeinado. La pajarita al cuello, el nerviosismo amable y curtido de los artistas veteranos. Cuando le estreché la mano por primera vez, me cohibió la historia, la estatura de un hombre del que había leído, cuyas fotografías habían formado parte de mi educación fotográfica. Pero el profesor Carrizales me miró desde toda su amabilidad, su efusividad clásica, su natural alegría y me sonrió. Una amplia sonrisa de alegría, de viento con olor a sol. La mirada que abarcaba el mundo. «Bienvenida, hija», me saludó. Las manos callosas. El olor a chocolate — del bueno, del eterno, tierra limpia y firme — en todas partes. Y pensé que por supuesto sus fotografías debían ser extraordinarias, que esas postales eternas de una Venezuela desconocida debían captar como pocas la vitalidad de una región hermética y preciosa. Este hombre de blanco, este caballero de piel morena por el sol del Caribe, era capaz de traducir todo ese calor, toda la belleza, todo el poder en una imagen que plasmara la vida y el tiempo. Que pudiera recordarnos que Venezuela es algo más que temores y tragedias. Porque el Chuao mágico de Fernando Carrizales era todos los secretos de un país maltratado, de un país anónimo. Con su paciencia devota y audaz, Fernando nos obsequió a toda una nueva generación de fotógrafos las vivencias de un sueño ideal, construido a cuatro manos. Un país vetusto, florido y sincero. Un territorio espléndido que asombra — y asombrará — por su brillo casi ideal.

Por supuesto, Fernando Carrizales escogió bien el lugar en el que podía crear su Paraíso personal, una estampa de la Venezuela posible y fronteriza que pocos conocen o desean conocer. Chuao, población Venezuela conocida por las cualidades casi míticas de su Cacao, pero aislada del mundo por su especialísima ubicación geográfica, tuvo en Fernando Carrizales un testigo asombrado de su fértil belleza, de sus misterios, de sus dolores y la plenitud de su vida cotidiana. Una mirada que abarcó desde lo cotidiano — ya son célebres las fotografías de Fernando Carrizales sobre el día a día de la zona — sino también sus enigmas. Como si de un personaje de Gabriel García Márquez se tratara, Fernando Carrizales llegó desde San Cristóbal en la búsqueda de ese sabor nativo, florido y único del chocolate de Chuao y encontró una historia. Encontró las puertas abiertas a tradiciones antiquísimas, poderosas y complejas que le sorprendieron, le sedujeron y con las que finalmente, tendió una línea de amor y empatía que se extendería durante toda su vida. Para Chuao, Fernando Carrizales fue un testigo amoroso. Para el fotógrafo, el mito convertido en fuente de deleite visual.

Y llevó ese placer asombrado a todas partes. Cuando lo conocí, tenía las manos llenas de cacao, que repartió a todos los asombrados asistentes que lo esperábamos con un gesto infantil, ingenuo y poderoso. El cacao que cura, que nace fuerte y primitivo, el olor saludable que llenó un salón de conferencias y lo convirtió en campo, en años de experiencia, en una escena casi esotérica que además acompañó con tambores, con relatos, con imágenes tan radiantes que la luz del sol parecía viva y real. Recuerdo que permanecí sentada, asombrada y conmovida, los dedos apretando el cacao y pensando que Fernando Carrizales no solo creaba imágenes, sino también atesoraba la identidad de Chuao, la belleza perdida y discreta de un pueblo que parece representar a todos los pueblos venezolanos.

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Las fotografías internas pertenecen a Samoel González Montaño

Fernando Carrizales era además un fotógrafo consciente de la enorme capacidad de la imagen para evocar. Un hombre que reconoció el poder de la fotografía como ente y vehículo transformador, como elemento visceral y constructivo que dotó de vida y sentido a un amor profundo por la naturaleza. Sus fotografías no eran solo exploraciones conscientes del espacio y del tiempo que le tocó vivir — como lo es toda fotografía — sino también, espacios sensitivos de reflexión sobre la capacidad de la imagen como ente de reflexión. Con sus paisajes dorados radiantes, la luz espléndida y casi irreal bañándolo todo, Fernando Carrizales recordó a todos los fotógrafos que el sentido de la fotografía es la mirada hacia lo íntimo, lo poderoso, lo irracional. Ese elemento primitivo que nos une a todos, que nos enlaza como una idea extraordinaria sobre lo estético, lo conceptual y lo creativo como una sola expresión coherente sobre lo que el creador visual puede ser.

Fernando bailó para la selecta audiencia de Mérida Foto 2016. Levantó los tambores antiguos y nos habló sobre el cacao renacido, mientras sus imágenes de agua y bosques de luz remota, se proyectaban en una dimensión colosal. Y la experiencia resumió mejor que cualquier otra cosa la necesidad de este hombre sensorial y curioso por narrar las vivencias de Chuao como experiencia creativa, pero también como espacio redentor. El Chuao de Fernando Carrizales era vida pura, era una connotación profunda sobre la verdad cognoscitiva pero también la emoción en estado pleno. La experiencia resultó total y espléndida. Una mirada hacia un tiempo remoto donde la fotografía era cosa de iniciados, de juglares de tierra nueva. Todo eso lo fue Fernando Carrizales. Todo eso lo soñó cámara en mano, todo eso lo heredó a una nueva generación de hombres y mujeres espléndidos que comprendieron el mundo, la tierra y el tiempo de una manera nueva, gracias a su trabajo.

Para Fernando Carrizales, la vida tenía un sentido circular: la madre -mujer - tierra - naturaleza - siembra y poder. Fernando Carrizales amaba y respetaba los ciclos de la Luna, la gran Madre de plata que celebraba con frases crípticas de viejos rituales ancestrales. Pero también, homenajea el ritual de la cosecha que en Chuao es la vida entera: desde los Diablos danzantes, hasta sus experiencias como uno más de los habitantes de Chuao, Fernando Carrizales meditó sobre la identidad del venezolano, sobre la búsqueda de un sentido a esa brega poderosa de Tierra llena de posibilidades. Allí a donde fue, Fernando Carrizales meditó sobre el trabajo en beneficio de todos. Y lo mostró en sus fotografías, en sus paisajes tan brillantes de líneas perfectas, en el mar tachonado de luz. Para el fotógrafo crear y encontrar la belleza se encontró en un arte. En una cooperación inmediata y profunda entre la aspiración al mensaje y la narración misma de una vivencia mágica. Fernando Carrizales quedó atrapado por Chuao y Chuao en su cámara, en sus imágenes que le sobreviven, en sus investigaciones y larga documentación y registro de un lugar misterioso, pleno de poder simbólico y fuerza.

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La última vez que vi a Fernando Carrizales estaba de pie en la Plaza Bolívar de Mérida, las manos extendidas para despedirse. Volvía a vestir de blanco, el cabello despeinado, los ojos muy abiertos y asombrados. «Nos vemos en Chuao», gritó con su amabilidad costeña, maravillosa, inolvidable. «Nos vemos para siempre», aseguró. Y ahora le recuerdo, entre sonrisas y lágrimas en esa última imagen, al hombre que me recordó que la fotografía es un prodigio de pequeños milagros y que me narró un país desconocido al que siempre agradeceré haber conocido gracias a su trabajo. Nos vemos siempre, profesor Carrizales. Gracias por todo.

 

Aglaia Berlutti (Caracas, 1981). Abogada,  escritora y  fotógrafa especializada en el retrato, específicamente en el autorretrato y la autorepresentación.  Columnista para medios como Contrapunto Venezuela y Prodavinci. Actualmente se desempeña como profesora de Autorretrato, Fotografía en Film e Historia de la Fotografía en Venezuela en la Escuela Foto Arte. Fotógrafa en la editorial FBLibros y colaboradora en diversos medios internacionales como Libero de Chile, Huffpost de México, Cultura ColectivaGlobal Voices y Penumbria de México.

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La cabecera principal fue diseñada por Samoel González Montaño.  Néstor Mendoza realizó la revisión del texto. La dirección fue de Faride Mereb.