La muerte, toda la muerte, contenerla aún ante la vida,
tan suavemente, y sin disgustarse, esto es indescriptible.
Rainer Maria Rilke

Fascinación por la muerte artificiosa 

Nos fascina la muerte aparatosa, artificiosa, violenta. Ya muy poco sentido tiene para nosotros la muerte doméstica, aquella que se escenifica en espacios íntimos, personales, en donde el moribundo dialoga con su entorno. Las muertes violentas están relacionadas con algunas de las obsesiones de nuestro tiempo: la velocidad, la instantaneidad, lo espectacular. Una nueva iconografía de la muerte artificiosa ha sido propagada por los medios de comunicación masiva: el hundimiento del Titanic, tan próspero para la industria cinematográfica; asesinatos de personajes famosos, como el de John Lennon o el de J.F. Kennedy; suicidios colectivos, inundaciones, matanzas, secuestros, tornados, amenaza nuclear. A diferencia de las representaciones de la muerte colectiva y tumultuosa en Brueghel ‘el Viejo’―en donde se percibe un horror irracional y trascendental a las figuras de la muerte en el Medioevo, como la Peste, el Mal, el Infierno―, las muertes colectivas de estos tiempos, transmitidas por los medios de comunicación masiva, nos informan de un hecho que, si bien nos conmueve, no pasa de ser un hecho que sobre el tinglado de eso que llaman el acontecer noticioso, se re-escenifica y se nos presenta como un espectáculo que nos causa, antes que nada, una fascinación visual. Se trata de un espectáculo retiniano, que durará lo que dure nuestra impaciente atención, tentada continuamente por el zapping. La tragedia del Kursk, por ejemplo, el submarino ruso que se hundió en el verano del año 2000 en el Mar de Baring, mantuvo sintonizada a buena parte de la audiencia televisiva global. Se revivía uno de los temores más ancestrales de la humanidad: el miedo a ser enterrado vivo. Lo que mantuvo la atención de los espectadores de la tragedia era, entre otras cosas, la curiosidad, casi morbosa, por lo que sucedía en el interior del submarino; el deseo de mirar cómo morían los tripulantes, de penetrar ese espacio cerrado y presenciar las etapas de aquél tránsito. Es lógico pensar que esta curiosidad fue azuzada por la dificultad de satisfacerla ―tras numerosos intentos, fue imposible comunicarse con los condenados―, pero también por la cobertura mediática que tuvo la tragedia. Los tripulantes, que la audiencia percibía como moribundos, como seres atrapados en la frontera entre la vida y la muerte, no tenían rostros: eran seres anónimos, desdibujados por el artificio televisivo. Pasaron los días, y la tensión colectiva aumentaba, hasta que, finalmente, se confirmó la sospecha: todos los tripulantes habían fallecido. Entonces aquellas muertes aparatosas, que ocuparon el interés televisivo, pasaron a un segundo plano, porque ya la saturada audiencia había consumido suficiente agonía colectiva. Una agonía de otros sin nombre, de otros que están lejos, muy lejos del espectador; trazos de existencias que son ajenas, que no nos llegan como personas sino como sombras televisadas.

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Asesinato de John F. Kennedy. Dallas, 1963.

La muerte del otro es experimentada entonces como un entretenimiento visual ―a veces rutinario, excitante, impactante―, a la manera de un Circo Romano; de tal forma que nuestro contacto con ese otro que muere en público, pero, paradójicamente, solitario y anónimo, carece de eso que P. L. Landsberg llama «simpatía carnal». En ningún caso se trata de la muerte del prójimo, que es «infinitamente más que la muerte del otro en general», como dice Landsberg, precisamente porque en estas tragedias teletransmitidas no nos es dada la persona.

Baudrillard ha señalado que lo que envuelve a la muerte accidental o catastrófica de nuestros tiempos es una pasión colectiva. La muerte violenta de hoy podría ser un equivalente de los ritos sacrificiales de las sociedades primitivas. En esas muertes, el tránsito del moribundo es seguido paso a paso y con creciente expectación. La muerte artificiosa ―espectacular, excitante, colectiva―, se antepone frente a la muerte natural ―prosaica, aburrida, íntima. Se da entonces lo que el mismo Baudrillard denomina como la pasión de lo artificial, que vendría a sustituir a la pasión del sacrificio: «A nosotros, que no tenemos ritos poderosos de absorción de la muerte y de su energía de ruptura, nos queda el fantasma del sacrificio, del artificio violento de la muerte. De ahí la satisfacción intensa, y profundamente colectiva, de la muerte automovilística». Baudrillard ve en la muerte violenta mediática una de las pocas oportunidades en la que la muerte del otro puede ser socializada y, por lo tanto, compartida.

Pero habría razones para dudar del alcance de este intercambio, o, por lo menos, de su intensidad. Más aún cuando el que se asoma a la muerte de ese otro es reducido  a una cifra de una audiencia medible, a un arrellanado espectador que, si bien en un primer momento puede sentirse atraído por la fascinación de la muerte, luego, cuando se trata de confrontar con ése que muere, ése que tiene rostro, no encuentra más que una entelequia,  un trazo afantasmado. Por otra parte, la duración de estos intercambios, si lo son, está impuesta por los regidores del mercado de las audiencias. A la noticia de la muerte de la Princesa de Gales, o del siniestro de un Boeing 747, le suceden las predicciones del tiempo o los resultados de la Fórmula Uno. Porque son muertes plurales, no singulares o próximas. No existe una experiencia de la muerte del otro, tal como la entiende P.L. Landsberg, porque ese otro luce artificial, muy desvaído, a pesar del tecnicolor. Lo que se intercambia, lo que se da y se recibe de la muerte, es esa dialéctica entre la ausencia y la cercanía, y esa dialéctica sólo puede darse cuando ese otro tiene rostro y se convierte en una persona con dolientes.

Los muertos del Kursk nunca fueron próximos, por más pública que haya sido su tragedia.

Las muertes impúdicas

«A todos nos ha ocurrido alguna vez el mirar con horror y asco ciertas ejecuciones en la plaza pública, en las pinturas medievales o en los grabados del siglo XVII. También muchos de nosotros han pasado de prisa, asqueados en alguna ciudad pequeña de España o de Oriente por delante de la carnicería local, con sus moscas, sus osamentas aún calientes, sus animales vivos y temblorosos frente a los animales muertos, y la sangre corriendo por el arroyo de la calle. Nuestra civilización, en cambio, está dividida en compartimientos estancos: nos protege de espectáculos como ésos». No sospechaba M. Yourcenar que estos compartimientos estancos se desmoronarían para dar paso a las miradas impúdicas, al voyeur desafectado que hoy mira, acaso más aburrido que horrorizado, espectáculos menos dramáticos en donde no tienen ninguna cabida la sangre trágica, ni las moscas. En la década de los setenta, se proyectó, en un programa  de la televisión norteamericana, el film Dying, con una considerable repercusión en la opinión pública, que ya empezaba a hacerse cada vez más experimentada en materia de impactos televisivos. El director, M. Roemer, se acercó con su cámara al drama de cuatros personas condenadas a morir por enfermedad terminal. En uno de los segmentos, una mujer habla sin tapujos y sin secretos de su muerte, y luce, más que tranquila, desafectada, impasible, como si fuese otra y no ella la que fuese a morir. La cámara registra, con la misma parsimonia de un notario público, los espacios en los que se mueve la joven mujer, la relación con su madre, la soledad de ambas, la incomunicación en una fría y espaciosa casa. No hay nada aquí que nos recuerde la inminencia de una tragedia, pues la muerte se ve reducida a algo tan anodino que parece casi insignificante.

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Víctimas de La Peste Negra. París, 1544. Grabado.

Para Ph. Ariès, las actitudes que se manifiestan en un film como Dying esa frenética, pragmática voluntad de mostrarlo todo, sin rodeos y en directo  termina finalmente produciendo un efecto semejante al de la prohibición de mostrar a los moribundos: «El impudor de Dying parece más eficaz que la vergüenza de la prohibición. Consigue suprimir mejor toda posibilidad de comunicar, asegura el aislamiento más perfecto del moribundo […]». Vemos así que, paradójicamente, de tanto mostrar, de tanto abrir el diafragma del objetivo, se desenfoca a la persona. La frontera entre lo dicho y lo no dicho, entre lo público y lo privado, se ha ido desvaneciendo paulatinamente durante las últimas décadas. Los espacios privados han sido penetrados por el ojo que todo lo ve, que todo lo escruta; de tal forma que hoy, más que nunca, el universo de lo privado se encuentra en plena crisis, vulnerado continuamente por las intromisiones del telemarketing, por las encuestas y los sensores de consumo, y, más recientemente, por el morbo y el aburrimiento del gran ojo público que circula por las redes sociales de los medios de comunicación masiva. Los talk-shows, las cámaras de video aficionado, los documentales amarillistas, los programas televisivos con cámaras instaladas las 24 horas del día, el tráfago de lo privado on-line. El ojo público nos acecha y va desgarrando los velos que preservaban la intimidad. Es lo que M. Delgado ha señalado como el «fracaso de lo privado». El cuerpo, el dolor, la muerte, han sido desplazados de sus espacios íntimos para exponerlos en lugares fileteados por la vulgar curiosidad, que a su vez es saciada rápidamente, ya que el objetivo del morbo colectivo puede ser fácilmente sustituible por otros productos suministrados en un incesante mercado de imágenes impúdicas.

 

 Belmonte es poeta y narrador. Sus publicaciones más recientes son  Pasadizo. Poesía reunida (2009) y Compañero paciente (2012). Su novela Salvar a los elefantes cuenta con dos ediciones (2006; 2016). Realizó estudios formativos en música, medicina, historia de las ciencias, bioética y psiquiatría.  Esta es la primera entrega del  ensayo inédito «Apuntes sobre la intimidad de los moribundos», la segunda y última parte se publicará el lunes 11 de julio.