La literatura venezolana celebra «tener» a Francisco Massiani y él le canta a la vida si alguien irrumpe en su tranquila habitación, en Rancho Dallas, para conversar. Despojado de títulos y premios, se desplaza en círculos alrededor de recuerdos que afloran la humanidad del escritor.

Pancho Massiani no es un tipo.

A Pancho Massiani le tiemblan las manos intentando encender un cigarrillo; consume uno y otro y otro, tras hondas caladas. Esta mañana, sentado al borde de la cama, escucha el ruido de una máquina de cortar grama, que no cesa, que taladra su tranquilidad y atropella la contagiosa melodía de «California dreaming» hallada al azar. En tanto, recurre a unos versos de Paul Éluard para que no se borren las huellas de sus años en París: «Adiós, tristeza. / Buenos días, tristeza. / Estás inscrita en las líneas del techo. / Estás inscrita en los ojos que yo amo».

En ocasiones, le falla la memoria. Ese universo vivo en el que pululan y se entremezclan nombres, lugares, rostros, alegrías, derrotas. Aunque casi siempre los episodios del pasado aparecen como certezas, otras como destellos, sentenciados con un «hablando muy en serio» o un «esto es auténtico» que prueban su lucidez.

«Esto es auténtico», advierte antes de narrar una anécdota misteriosa ocurrida en un amanecer parisino. «Había una vez un tigre…», leyó entre un montón de páginas sueltas regadas al lado de su máquina de escribir, pensando de dónde salieron esos papeles, mientras veía desde la ventana el transitar de la gente por la rue Castagnary. «¿Quién escribió esto?», preguntó a Norma —su esposa en aquel entonces— cuando esta regresó del trabajo. «Tú, anoche, que hasta las 5:00 de la madrugada no me dejaste dormir». Volvió a leer; se trataba del relato de un curioso libro que pasa de mano en mano y se reescribe para cada lector. Una epifanía del galopar de su propia obra.

Pancho Massiani, jinete desbocado que alucina ante los rayos del sol y va dando tumbos entre sus vivencias: un tipo que no es tipo, que no posa, que a cada tanto se recuesta y se levanta buscando acomodo entre las sábanas revueltas. «¡Qué vivan los hippies!», exclama entusiasmado ante el nombre de Bob Dylan, premiado este año con el Nobel de la Literatura. «¿Por qué no iba a ganarlo? Ese es un poeta».

Y se remonta a la época «de los Beatles y las minifaldas»; se observa caminando por la plaza del Rectorado de la Universidad Central de Venezuela, en sandalias, y luciendo collares que confeccionaba con cables de colores, época en la que trabajó en la revista Imagen, de la mano de Guillermo Sucre. Allí conoció a Simón Alberto Consalvi y le contó la «mentira» de Piedra de mar.

«No me queda ni un ejemplar —confiesa— de ninguno de mis libros». En seguida vuelve a la historia de cómo nació su primera novela publicada, escrita durante año y medio. Massiani comenta que, cuando le preguntaron si tenía algo para publicar, inventó el nombre Piedra de mar y omitió sus dos novelas cortas que había escrito anteriormente (Fiesta de campo y Renate o la vida siempre como en un comienzo). Una mentira que publicó la editorial Monte Ávila, recién inaugurada, en 1968. Hallar hoy en librerías esta obra, elogiada en los diarios del país y símbolo de una generación, es toda una travesía.

«¿En serio?», salta sorprendido. «¿No se consigue? Es que se agotó, todos mis libros se agotaron»; y refiere, a media voz, que «hasta Juan Liscano dijo que todo lo que él había leído antes de Piedra de mar era puro blablablá». Sin embargo, no tarda en reconocer el carácter efímero del aplauso. «Yo no creo en el éxito, hablando muy en serio. Claro que existe, pero yo no creo en eso. Un libro puede ser bueno o malo, puede ser un best seller. Para muchos eso significa ser exitoso y un libro que no se vende puede ser un libro perdedor».

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Retratos de Beatriz Fernanda González

Nos venden el éxito. ¿Quién inventaría esa palabra?

—No sé. Yo creo que esa palabra viene de Estados Unidos porque ellos tienen una expresión loser, perdedor. Tal vez los gringos —no lo digo peyorativamente— se asustan con la idea de que van a ser losers, y entonces tienes que hacer una cosa maravillosa, porque si no, no sirves pa’ nada.

Si no es el éxito, ¿qué lo mueve?

—El amor. Creo firmemente en el amor y en la felicidad. La felicidad sí existe. Y no es una cosa instantánea, es un camino que uno se traza en la vida, un propósito, una aventura interior.

¿Cómo ha sido esa aventura?

—Bueno, yo me propuse escribir. Y gracias a Dios lo he hecho. Es una aventura interior. No sabes cómo va a resultar una novela, si mala o buena. De tal manera que es una aventura interior riesgosa, porque si algo maltrata la cabeza a veces es el acto de escribir, que cansa, pero es maravilloso.

Escribir: una expedición en la que se enrumbó siendo niño, en la calle Carlos Justiniano, en Chile. En su casa, el lugar más soleado era el cuartico donde su papá, Felipe Massiani, escribía. «Y siempre me preguntaba: ¿Qué está haciendo papá con ese aparato? El sonido de las teclas se me quedaba en la cabeza, y me sentía feliz cuando lo veía escribiendo. Yo decía: Voy a ver si escribo algún día».

Recuerda que, en ese país, su hogar desde los siete años durante el exilio junto a su familia, cada diciembre se acostumbraba regalar a los muchachos un libro para que plasmaran sus memorias. ¡Cuántos «te quiero» dedicados a la Loreto Vargas, su primera polola, siendo apenas un adolescente! Pero retorna, con claridad, a las líneas que empezaron su diario, asomado en el gallinero que quedaba hacia el fondo: «La gallina puso dos huevos —y después añadí— todavía no ha caído el maldito tirano Pérez Jiménez».

Poco después, recién llegado a Venezuela, escribió Puerto, poema que pinchó sobre un mural pintado junto a su amigo Quintín Centeno, en el liceo Andrés Bello. «Ahí comenzó todo»; y asegura que la poesía, que es honda y sencilla, es lo más difícil de escribir porque se adelanta a los acontecimientos del presente. «El poeta siempre ha sido, en ese aspecto, un adivinador de la vida. La poesía o un poema debe ser similar a un ilusionista que saca un conejo de un sombrero; y debe parecerse a un tipo que va a un show y le hacen striptease con una botella de champaña y a pesar de que la mujer se desnuda él la sigue desnudando».

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Pancho Massiani, a sus 72 años, eterno enamorado, evoca la ternura y la sensualidad en las imágenes que pronuncia: un tipo que no es tipo, y admite sin remilgos cuánto le encanta ser «jodido» por una mujer. «Las mujeres son una vaina muy seria. Sin ellas no podemos hacer nada en la vida, pero cómo joden. La cosa más hermosa del mundo es cuando una mujer pronuncia tu nombre: Pancho, por ejemplo».

Luego dictamina, a modo de advertencia: «Si no se siente el amor, perdemos el sueño de amor, valga la redundancia. Si perdemos el sueño de amor, perdemos el apetito de vida; si perdemos el apetito de vida, morimos».

Y usted teme morir…

—Me da pavor la muerte. Hay mucha gente que dice: «A mí me importaría un pito morirme». A mí me espanta la idea de dejar este mundo que es maravilloso. Tú sabes lo que es mirar el cielo azul en las mañanas, el mar, la playa, tomarse un trago en la arena y una piña colada.

Asiente cuando le pregunto si alguna vez sintió que se le escapaba la vida. Sus ojos flotan en un punto disperso. Tras un largo suspiro, relata aquella ocasión en la que, hace casi 20 años, sintiéndose un tipo importante, como Rockefeller, vaso de whisky en mano, disfrutaba de sus «churupitos» en el bar La Quintana. En el camino a casa, llevado por su amigo Luis Correa, sufrió un accidente tras impactar con un camión en la avenida Los Jabillos, a oscuras por un apagón. «Se me escapaba la vida», musita. «Me pusieron una venda al salir de la clínica para taparme el hueco ese que tengo aquí —señala su frente—. Pero con la venda, a los pocos días estaba caminando. Y fui al Royal a tomarme mis cervezas».

Pancho Massiani, rizos rebosando su sombrero de paja, ríe al recordar que hasta hubo quien bromeó diciéndole que su cabeza parecía una alcancía. Un tipo que no es tipo, y al verse en el espejo desdeña de su palidez, de su amarillez, pues hace mucho que no va a la playa. Viaja rapidito desde Alto Prado a la isla de Córcega, esmeralda del Mediterráneo que vio nacer a Napoleón Bonaparte y de donde emigró Tomás, su abuelo paterno.

Es la mente, viva, uno de los recursos que le queda a quien en el albor de su juventud descubrió París y engendró «Yo soy un tipo». «Ese es uno de los pocos cuentos que yo he escrito de un tirón. En el Hotel Wetter, sin respiración, sin parar». Sucedió antes de que vendiera su máquina de escribir para apaciguar los rugidos del estómago. Con el cambio «me comí unos perros calientes franceses enormes, con unas salchichas extraordinarias, con mostaza dijon, que quema, que es picante, que es divina. No me arrepiento de haberla empeñado».

«Pero, ¿por dónde íbamos?», pregunta, y continúa hablando sobre el relato. «Un cuento que fue traducido al húngaro», acota. Suelta una colilla en el cenicero, nota que los cigarros se están acabando. Hace una pausa; manda a buscar entre una pila de libros su bloc de dibujo. Pide una tiza, de cualquier color al principio y luego va guiando: turquesa, rojo, amarillo, negro. Sin detenerse, traza líneas curvas y rectas que componen un rostro ovalado. Estampa, tembloroso y dedos manchados, su firma. Escucha el cantar de un colibrí en un árbol cercano…

¿Cómo se dirá «yo soy un tipo» en húngaro?

—Fíjate tú, yo qué diablos sé.

¿Usted es un tipo? ¿Un tipote?

—No, yo no soy un tipo. Yo soy una persona.

 

Esta entrevista estuvo a cargo de la periodista María Laura Padrón. El header fue realizado por María Betania Núñez, a partir de una instalación de Gabriel Orozco. La revisión y edición de la entrevista estuvieron a cargo de Néstor Mendoza y Graciela Yáñez Vicentini.