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Las fotos del ejemplar de «Las joyas de la Castafiore» pertenecen a Andrea Fernanda Mora

En el conjunto de las aventuras de Tintín, el libro Las joyas de la Castafiore (1963) es una anomalía, un ejercicio de restricciones y acatamientos. Desde su aparición en 1929 en las páginas de Le Petit Vingtième, un diario católico de Bruselas, Tintín está asociado a los desplazamientos y cambios de escenarios, pues su condición de reportero requiere mudanzas continuadas. Antes de su despedida a la puerta de un tren que lo habrá de llevar a Berlín para luego seguir a Moscú, no sabemos nada de ese personaje; su nacimiento tiene, pues, lugar en un andén: 


Tintín en el país de los soviets

Junto a esa charla con un hombre parecido a Sigmund Freud, un letrero nos avisa que las imágenes de Tintín y su perro Milú son fotografías, el registro de su movilidad hecho por cámaras ubicuas desde ángulos diversos. La fama de ese periodista lo capacita para viajar a todos lados y en cada región toparse con una forma inequívoca del mal, y lo que los lectores observamos es la compilación de fotogramas verdaderos—la prueba material de su cosmopolitismo. Ese fragmento de Tintín en el país de los soviets dará paso muy pronto al peligro: alguien que persigue al «burguesito asqueroso» pone una bomba en el ferrocarril para evitar que el jovencísimo observador relate lo que pasa en la Rusia de la revolución. El reportero y su mascota se salvan, por supuesto, pero ese evento marca un historial de atentados, amenazas y trampas que no terminan nunca.  

Las joyas de la Castafiore es una excepción. Las acciones de ese volumen transcurren en el Castillo de Moulinsart y su entorno: es el hogar familiar del capitán Haddock, donde igualmente viven Tintín, Milú y el medio sordo profesor Tornasol. La acotación de los eventos da la idea de un apaciguamiento o una tregua; contrapuestos a las peripecias del pasado y las del porvenir, estos sucesos conforman una serie de viñetas que aluden a un mundo de inquietudes mínimas, sin revueltas políticas ni conspiraciones, donde los crímenes son un malentendido, más que una transgresión. La sensación de terror persistente que unas décadas antes se asociaba a novelas populares como las de Fantômas (de Pierre Souvestre y Marcel Allain), queda aplacada por una conciencia de estabilidad. En aquella literatura folletinesca—y en su versión fílmica dirigida por Louis Feuillade—el propósito del malhechor es esparcir el miedo entre nobles y burgueses. Pero esa angustia, al cabo, no se asociaba a una figura descriptible: en las primeras líneas de la novela inaugural de la cadena (1911), una conversación aclara que Fantômas es nada y todo, nadie y alguien, un mecanismo que genera un desasosiego incomparable. En el universo de Las joyas de la Castafiore, lo opresivo ha sido derrotado o ha menguado; en todo el relato hay un convencimiento de armonía posible, porque la justicia se instaló como trasfondo.  

El recuadro que abre la historieta muestra un paisaje bucólico donde un techo lejano y los paseantes son la única intromisión: 

Tintín 02 

En el tope, sobre una rama, la urraca parece acechar como enemigo afable. Su presencia llega a olvidarse, aunque haya referencias frecuentes al pájaro de modo solapado. De hecho, ese descuido es central, e implica la transformación de aquella Arcadia en una escenografía de vodevil. Porque la urraca se suprime, el gran acto delictivo del cómic se convierte en productor de hipótesis, como un artificio teórico que se instala como residuo del género policial. La pregunta ¿quién es responsable del crimen? de nuevo separa esta aventura de Tintín de los abusos de aquel Fantômas: este era siempre culpable, y la dificultad en esas obras estribaba en descubrir la identidad de ese hombre o ese conjunto de hombres—podría tratarse de una maldición colectiva.  

Crimen: aquí la palabra no es un grave exabrupto. Las actitudes de los personajes impiden describir el futuro robo de la joya de Bianca Castafiore como algo más que un incidente. Lo interesante es la sostenida acumulación de datos alrededor de ese momento. La quietud de aquel paseo la interrumpe rápidamente el olor de un vertedero. A su lado se ha establecido una comunidad gitana. Una niña del grupo se ha perdido en el bosque y Tintín, Milú y el capitán la guían hasta donde se halla su familia. Agradecida, una vieja le promete a Haddock decirle la buenaventura a cambio de un poco de plata. El marino se niega, y la mujer lo tienta con algunas noticias: va a tener un accidente, vendrá de visita una bella dama extranjera con sus joyas, y estas joyas, ¡adiós!, se desvanecerán. Esta premonición es la estructura argumental del libro de Hergé. La gitana anuncia los hitos de la obra, pero no sus detalles; estos se suman de inmediato, para sugerir que la lectura de la mano no es charlatanería.  

Sí, Tintín recibe un telegrama de la diva Castafiore, una famosa cantante de ópera, que le hace saber que no podrá ir…  

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El capitán Haddock se apura a celebrar. En el recuadro final, el profesor Tornasol siente que llueve sobre él; en realidad, lo moja el trago de Haddock, pero la disposición de las imágenes no permite establecer la conexión evidente entre bebida y llovizna. En este caso, hay una violación de la sintaxis gráfica: el whisky y el «agua» dan la impresión de moverse de derecha a izquierda, y por eso parecen fluidos distintos. El desbarajuste influye sobre toda la acción: la alegría del marino se borra cuando Tintín lee el mensaje completo: la Castafiore no podrá ir… el 17, sino el 16, ese mismo día. El capitán corre a preparar su equipaje y marcharse, pero pisa un trozo suelto de la escalera y sufre un esguince. Se cumple el vaticinio de la vieja gitana con el accidente y la inminente entrada de la diva.  

Y más adelante, después de ruidos nocturnos que salen del desván, de visitantes furtivos, de inoportunas ausencias de fulano o zutano, de un apagón y otros giros sospechosos, desaparecen las joyas de la Castafiore. O no: la cantante había bajado consigo la maleta de las gemas cuando un equipo de televisión se presentó en Moulinsart para hacer un programa especial con la soprano. Durante cuatro páginas creemos que por fin se pasó del mero augurio a su concreción, siguiendo una variante algo esotérica del bandolerismo. A estas alturas ya hemos superado la mitad del libro, y Tintín aún no tiene nada que reportar, más que la somera inspección de pistas falsas debido a infracciones erróneas. Las joyas de la Castafiore es el álbum vigésimo primero de la serie; en los veinte anteriores y en los que faltaban, en la página 43 había ocurrido un montón de cosas que involucraban un atropello, un atentado o un delito. Acá, otros gritos dan fe, sobre un fondo musical (el pianista de Bianca ensaya sus arpegios), una cadena de revelaciones: 1) «¡CIELOS! ¡MIS JOYAS!». 2) «¡LADRONES». 3) «¡MI ESMERALDA!».  

Esa sucesión abrevia las vicisitudes de la historia, sus confusiones, la forma como el relato pasa de una posibilidad a la siguiente, desmintiendo o atenuando sus propuestas. La declaración número uno certifica el título original de la obra, que el castellano mantiene, y el presagio romaní; la última, apoya el nombre de la aventura en inglés: The Castafiore Emerald. Esta elección anticipa demasiado el argumento, pues apenas en la página 44 nos enteramos de que solamente una esmeralda se esfumó del neceser. Además, en vez de ladrones, en inglés se lee la palabra murder: asesinato. (Hergé en francés escribió au voleur!, ¡al ladrón!) Esa conversión es llamativa: los mayores sospechosos del crimen son los gitanos, que, en opinión de los detectives Hernández y Fernández, cometieron el robo con la ayuda de un mono que trepó hasta el cuarto de Bianca Castafiore—un remedo, entonces, de «The Murders in the Rue Morgue», de Poe.  

Nada más una esmeralda falta en el joyero del «ruiseñor milanés»: ahora es cuando Tintín debe entresacar una solución de la maraña de equivocaciones. Desde su introducción en el octavo álbum de Hergé, El cetro de Ottokar (1939), cuando la diva canta en presencia de los otros personajes y de los lectores lo que se «oye» es el aria de las joyas del Fausto de Gounod: «Ah, río de verme/tan bella en este espejo». En esta visita al castillo de Haddock es igual; el resto de su repertorio existe como una sencilla alusión: Puccini, Rossini, Verdi… En la página 10, le da como regalo al periodista un disco con su grabación de la ópera francesa, como recordatorio de aquella ocasión en que se conocieron: 

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Es un objeto mnemotécnico. Tintín lo sabe: leer e interpretar son actividades que vinculan fragmentos rotos de experiencia. Al término de Las joyas de la Castafiore, eso es justamente lo que hace:  

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La hermenéutica de este cómic consiste en reunir en uno solo dos libretos, el del Fausto y el de La gazza ladra, de Gioachino Rossini. ¡Eureka! Las joyas y la urraca. (En castellano, urraca se deriva del latín furax: rapaz, deshonesta.) Como también dice el aria de Gounod, «Achevons la métamorphose», acabemos la metamorfosis: Tintín, en esa epifanía, transforma el mono ladrón de la conjetura policial en la urraca ladrona de la ópera italiana. Es una substitución de orden zoológico que le permita deslindar sus presunciones de las de Hernández y Fernández—fundadas en el estereotipo—y borrar el arte literario de Poe con la eminencia del arte lírico. No tardaremos en ver que no se equivocó: en el nido de aquel pájaro que habíamos descubierto en el recuadro inicial de este tomo está la dichosa esmeralda de la Castafiore.  

La naturaleza, admitámoslo, no comete crímenes. Así, esta aventura de Tintín evade la misma tradición fijada en el resto de la serie de Hergé, repleta de abismos y amenazas. La placidez se vuelve una virtud social, pero únicamente la perspectiva lúcida de alguien como Tintín ayuda a reconocer y admitir esa contingencia En el camino, su habilidad absolvió a los gitanos del legado racista. El terror por fin ha sido desplazado—o al menos pospuesto. 

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Luis Moreno Villamediana (Maracaibo, 1966). Poeta, ensayista y narrador. Profesor de la Universidad de Los Andes. Ha recibido el Premio de Poesía de la Bienal José Rafael Pocaterra (1992), el Premio Internacional de Poesía Juan Antonio Pérez Bonalde (1997), el Premio Equinoccio de Poesía Eugenio Montejo (2011), el Primer Premio del Concurso Nacional de Cuento Guillermo Meneses (2011), el Premio de Literatura Infantil del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz (México, 2014) y el Premio Anual de Cuento Salvador Garmendia (2016). Ha publicado los libros Cantares digestos (1996), Manual para los días críticos (2001), En defensa del desgaste (2008), Eme sin tilde (2009), Laphrase (2012) y El edificio fantasma (2015). Bajo nuestro sello, publicó Otono (sic) (2017).

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 El encabezado fue diseñado por Samoel González Montaño, a partir de unas páginas de Tintín. Néstor Mendoza realizó la revisión del texto. La dirección fue de Faride Mereb.