Knockout

Confundido, observa que las cosas de su cuarto desaparecen bajo algo indescifrable, como si entre sus ojos y la luz de la mañana se interpusiera un lienzo. Celeste, sobre eso sí que no hay duda, lo que sea que se interponga, es celeste. El mismo color con el que de niño pintaba el mar en los mapas escolares, a pesar de que bien sabía él que ese no era el tono del agua. Al menos no la del Xanaes, verde por fuera, bajo los sauces, y negra por dentro; muy negra aquel enero lejano, mientras se ahogaba, hasta que Marcos, su hermano mayor, lo arrastró fuera del río.
—Cuando sea grande voy a ser jugador de fútbol o cantante de tangos —decía Marcos.
—Yo boxeador —replicaba él.
El Toro Hernández lo venció por puntos, en aquella pelea memorable, otro enero. «La vaca», lo apodaron entonces. Dos años debió esperar para ver el titular en letras de molde: LA VACA VOLTEA AL TORO.

De pronto ese celeste artificioso que lo rodea muta a un verde oscuro, verde bueno de atardecer bajo los árboles. Un cansancio dulce lo abriga como una manta. Se deja estar sobre las almohadas mientras el verde, que ahora destella, le recuerda tiempos idos: el referí alzando su brazo derecho y los flashes de los fotógrafos sobre su sonrisa ladeada.
Este día no se cansa de acercarle maravillas.

 

Retrato de mujer con cadalso

Simona dibuja en el suelo emporcado de la caballeriza. Se vale de la punta aguzada de una vara de tintitaco, el árbol con la madera más dura de la región. Ella misma la aguzó, a lo largo de siete días, mientras recitaba para sí cierta letanía que su madre le enseñara. Cree, con fe de negra sana, joven, linda, que esas líneas garabateadas en la inmundicia le otorgarán el valor que necesita. Dos horas después, el amo se desangra encima de ella con la vara entre las vísceras. Con una fuerza que siente inhumana logra quitarse el peso del muerto, sin embargo el alivio no llega: ahora es el otro dibujo, el que no hizo, ése de ella colgando de la horca por negra hechicera y criminal, el que deslumbra sus ojos.
La amita prometió cuidarla, despistar a la policía del virrey. La amita a veces lloraba en horas de la noche por el mismo motivo que Simona lloraba a cualquier hora. Simona cree que la amita cumple sus promesas.

 

Retrato de mujer con vértigo

Le atrajo la cornisa por ese color naranja brillante con el que está pintada, como si un rayo de sol bordeara el edificio. Un rayo de sol que la aparta de él y su ira sin justificaciones, de él y sus golpes.
—Se te ve muy bien —la saludan los vecinos desde la calle, alzando la voz sobre el estrépito del tránsito, varios metros más abajo. La mentira sale rápido y permite que se alejen con premura a ocuparse de lo que en verdad les importa.
Cada vez son más las palomas que, sucias, voraces, vuelan en círculos lentos alrededor de su cabeza.

 

Te recuerdo

Tenías estrellas en los ojos, estrellas que retozaban, o descansaban, o se burlaban del mundo, sobre una agüita verde mar.
Una noche —ojalá pudiera olvidarla— tus estrellas enloquecieron, se volvieron caníbales. Cuando sucumbió, herida de muerte, la última sobreviviente de aquella carnicería demencial, autoinfligida, vi a tu corazón hundirse en su propio oleaje como se hundiría un barco imaginario bombardeado por la realidad. Era una noche de noviembre, la luz aparente de la luna iluminaba las flores del único jacarandá de la cuadra.
A pesar de la tristeza y el espanto, acepté; o me resigné, como vos quieras decirlo. Incluso creí comprender. Todo. Excepto que el tiempo siguiera su curso y que luego amaneciera.

 

Turbulencia

Cuando cambiaron las fieras por humanos, al fin el circo despertó mi interés. Me encantaba ver a los viejos cruzar el aro de fuego con sus piernas débiles, flacas, patéticas; y el terror en los ojos. Pero el terror de los viejos, por rozar lo inhumano, me aburrió pronto: se parecía demasiado al de antes, al de los animales.
Ahora pago la entrada sólo para observar a los niños que el mago saca de la chistera. Parece que sufrieran una turbulencia interna. Se elevan como palomas, con ese braceo torpe que los caracteriza, hasta la cima de la carpa; o hasta que se les acaban las fuerzas. Y caen.

 

En defensa propia

Hablan y continúan hablando. Yo retrocedo, la espalda contra la pared y las ganas de llorar, siempre, siempre.
Pasan los días y las noches.
Las noches sin sueño.
Los días, sin sueños. Con luz, demasiada luz, no hay modo de engañarse.
Mi boca, cerrada. Con ella ya no hablo ni sonrío. Aprieto los dientes. Que no se me escapen las preguntas, el alarido.
Otra vez me hablan. No puedo superarlos, estoy sin fuerzas. Cierro los oídos. Espalda contra la pared. Fuerte. Fuerte.
Yo, conmigo, solía ser feliz.
El problema con la realidad es que si no salva, lastima.
Ocupo demasiado espacio me estoy estorbando.
Arma ajena en mano propia. Revolver frío. Pesado.
Contra la pared no hay salida. Después de la pared no hay nada.
Su caño negro en mi sien blanca.

 

En el margen

—Estuve en el supermercado buscando dulce de duraznos. Cuando lo hacía la abuela, los utensilios de la cocina quedaban impregnados con el aroma a fruta. En las góndolas los frascos se alineaban como soldados, salí sin comprar nada.
Me mirás con tus ojos enormes y negros. Estas historias viejas te aburren, ya sé, mis intentos por retenerte son patéticos. Guardás el Documento de Identidad y un par de billetes en el pantalón.
Se está poniendo oscuro el cielo. La abuela solía repetir ciertos versos, jamás supe a quién pertenecían «cuando caiga la noche procuraré cuidarme / presiento que las estrellas son unas asesinas».
—Cerrá con llave, hijo — agrego bajito. Te vas sin oírme.

 

Estos microrrelatos de la escritora argentina Patricia Nasello pertenecen a su libro inédito Una mujer vuelta al revés. El header fue diseñado por Samoel González Montaño, a partir de una obra de Chema Madoz. Graciela Yáñez Vicentini realizó la revisión del texto.