«Aquel que no escucha nunca, no puede escribir», asegura Ígor Barreto, poeta que mira a los otros con distancia, celebrando sus diferencias. He aquí la ruta del hombre, no río, que se zambulle en la profundidad del llano, pero también de la ciudad, y ofrece una visión –no tan romántica– de la naturaleza.

Como cada tarde, encaramado en el mirador que él mismo construyó sobre la horqueta del samán sembrado por su tatarabuelo frente a la casa, Ígor Barreto, niño inquieto, observa los barcos que atracan en el río San Fernando de Apure, transportando ganado o viajeros. Desde allí escucha las canciones de Julio Jaramillo sonando en la rocola y se entretiene con el vaivén de las mujeres que atienden las mesas en el botiquín de al lado. No entiende qué ocurre allí adentro, pero la iluminación tenue y extraña del ambiente cautiva sus sentidos.

No requirió de mucho tiempo para darse cuenta de qué se trataba. En el llano, la pérdida de la inocencia ocurre demasiado temprano, así que de tanto escuchar las melodías y los vericuetos que narraban, además de los diálogos entre las mujeres y los comensales del bar, entendió la relación corporal que mediaba entre esos seres y que antes le estuvo vedada. Muy pronto se vio a sí mismo en el lugar de aquellos parroquianos tomándose una cerveza en el bar.

Aquellas imágenes se quedaron grabadas en su inconsciente, para más tarde transformarlas en poesía. En la época de la adolescencia escribió poemas de amor, de imaginación pura, recogidos en Tiempos de ausencia, libro que publicó a sus 18 años y que nunca menciona pues considera que realmente comenzó a escribir a partir de ¿Y si el amor no llega? (1983).

Un camino literario que se gestó cuando leía la revista MD, hallada mientras hurgaba en la biblioteca de su padre; aunque el más valioso descubrimiento fueron unos versos escritos por él en un cuaderno que todavía conserva. «Mi padre nunca publicó, pero recuerdo que un mediodía después del almuerzo él estaba acostado en su cama, leía el periódico El Nacional, y había una noticia de alguien que presentaba un libro y me dijo: “Este señor es poeta, si yo no hubiese sido médico, sería un poeta”. Entonces eso quedó en mí como un mandato, alguien debía realizar ese destino que mi padre no pudo hacer».

Inmerso siempre en el terreno de las artes, en los 80, al regresar de Rumanía después de estudiar Cine y Teoría del Teatro en la Universidad de Bucarest, se dedicó a trabajar en la Dirección de Cine del Ministerio de Fomento. Allí conoció a Vasco Szinetar, hoy gran amigo y hermano del alma, quien lo introdujo en el Taller Calicanto, dictado por la narradora Antonia Palacios, donde exploró nuevas formas de la poesía junto a otros compañeros con los que formó el grupo Tráfico.

¿Cómo nace este grupo literario?

Vimos que teníamos cosas en común, entre ellas la reacción frente a la tradición francesa que ha dominado tanto la poesía y la narrativa venezolana, entonces decidimos organizar el grupo que, como se reunía en el café El León en la plaza La Castellana, se llamaba Los jueves del león, transformado luego en Tráfico.

¿Y quién le puso el nuevo nombre?

—Entre todos, recuerdo que íbamos en un carro pasando por Plaza Venezuela y discutíamos: «Tiene que ser algo urbano»; veíamos a través de la ventana; no sé quién lo dijo o si lo dijimos a coro: «Lo más urbano es este maldito tráfico, esta cola», y así fue.

En medio de aquella experiencia en la exploración de lo cotidiano, nace Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad (1987), por el que recibió el Premio Municipal de Literatura. Más adelante, lo conquista la idea de revelar el San Fernando que tanto conoce. En su libro Crónicas llanas (1989), aparece un poema que considera central: «Último diálogo con el poeta Narciso Domínguez», en el que sostiene una conversación con este representante del romanticismo, donde ambos ven realidades diferentes. «Él ve el mundo romántico representado en la naturaleza llanera y yo lo que veo es esa naturaleza representada en su mayor objetividad», señala.

Fotografías de Beatriz González

Tras la sombra del apostador

Una de las realidades más lacerantes del llano, y de la que siempre estuvo cerca, es la cultura de la pelea de gallos. «En la gallera me percaté de que mi alma no estaba en mí, sino en la arena expuesta a la punzante cetrería de las aves», se lee en Anotaciones en la gallera. Y es que Ígor Barreto fue criador de gallos casi toda su vida. A los 11 años tuvo sus primeros animales, hasta que le detectaron fibrosis pulmonar a causa de la alergia al polvillo que despiden las plumas de las aves, por lo que se vio obligado a sacarlos de su casa. Sin embargo, esa estrecha relación, que no solo halla sitio en su poesía, no se ve truncada. Actualmente está trabajando en el libro La sombra del apostador, obra marcada por un sesgo antropológico acerca de la pelea de gallos como ritual y que probablemente salga el próximo año.

Desde hace una década ha viajado junto al fotógrafo Ricardo Jiménez por todo el país, uno fotografiando y el otro escribiendo, lo que sucede en una gallera: se confunden el gallo y el espectador; explica que se produce una conexión muy profunda en el momento de la pelea donde pareciera que el animal representa al hombre y viceversa.

«El gallo es una sombra, es la sombra del apostador. En la pelea sobrevive o está presente el encuentro con el ánima sombría que representa ese animal de pelea. A través del reconocimiento del ánima se establece un puente entre los que asisten al ritual y el gallo. Cuando el hombre y el gallo se ven a los ojos, se reconocen».

¿Cómo se relaciona la pelea de gallos con la poesía?

—La pelea de gallos es un ritual de muerte, de los pocos rituales de muerte que quedan en la cultura latinoamericana y la cultura mundial. Es un ritual de muerte que ha sabido permear el avance de la cultura urbana y adaptarse, tal vez, porque representa la violencia y la muerte que son dos de los grandes gestos de la cultura contemporánea.

¿No genera contradicción saber que se está asistiendo a la muerte de un ser vivo?

—Es un ritual de muerte, ese gallo tiene como destino la muerte. Primero, que la pelea de gallos tiene más de dos mil años de existencia, quizás cuatro mil. Y durante esos cuatro mil años el hombre tomó del bosque dos líneas: la de los sonnerati y la de los bankiva, y acentuó su carácter territorial. Tanto así que no se puede concebir dos gallos de pelea dentro de una misma jaula porque se matarían. La pelea de gallos se apoya en ese instinto de territorialidad y se le da un uso social. Se realiza para celebrar el inicio del solsticio de verano, la época en la que se recoge la cosecha, sobre todo en el llano, que es cuando la gente puede salir de los lugares más apartados para festejar bautizos, matrimonios, entre otros.

Igor Barreto - Beatriz González-2

La poesía: su gran conquista

En el llano de San Fernando, rincón que en algún momento fue un puerto donde llegaban barcos directamente del Caribe o de Europa, Ígor Barreto vivió un mundo influenciado por sus antecedentes culturales. Aunque no lo visita desde hace más de un año, recuerda con especial cariño a su tía-abuela Esther, tocando unas romanzas napolitanas en el órgano después del almuerzo.

Cuando regresa al llano, ¿qué extraña del pasado?

—En la historia de este país ha ocurrido una batalla, quizás de las más crueles, entre el mundo urbano y la marginalidad y la cultura campesina y la cultura analfabeta profunda. Extraño a los representantes de esa cultura analfabeta profunda, esos seres ávidos que yo conocí en mi infancia, gente que vendía jugos por las calles de San Fernando, a los capitanes de los bongos y esas grandes chalanas que surcaban en Apure. Extraño mucho a esos seres de un país recóndito. El hecho de que la ciudad quede en la orilla del río hizo que en San Fernando se viviera un tiempo distinto. Llegaban las cosas con diez o 15 años de atraso, en comparación con otras ciudades como Caracas. Así que yo vi, por ejemplo, la llegada de la televisión dos veces. Allí se vivía un poco en el pasado.

En su poesía, no se deslinda de estas imágenes. Casi todo su trabajo literario está fundado en el cuestionamiento de la representación romántica de la vida, del hacer humano en general, donde la visión urbana de la naturaleza es un aspecto lleno de interrogantes. En El llano ciego (2006), al que se refiere como una suerte de poética personal, dedica unas líneas a un principio de carácter ético: el hombre debería tratar de ver a la naturaleza como un otro. Pensar de esta forma lo llevó a una especie de decepción, pues asegura que construir una ética sobre este supuesto es una utopía.

«He soñado con la posibilidad de que el hombre tome distancia y respete la fragilidad y la vida de la naturaleza, que esté dispuesto a no invadirla más, a no destruirla más. Pero es imposible, el sentido de la cultura humana es la destrucción del planeta y de la naturaleza. Cuando a Stanley Kubrick le preguntaron, a propósito de Odisea en el espacio 2001, cuál era la salvación para la tierra si el instinto natural del hombre es su destrucción, respondió que la única forma es que consiga otros planetas que destruir y la tierra salga de su foco principal».

Entonces, ¿será todo causa perdida para aquel niño, hoy hombre que, cuando el río se metía por las alcantarillas de su casa jugaba con una caña de pescar que sus tías le preparaban para calmar su espíritu alborotado? Ígor Barreto, quien en su más reciente libro El muro de Mandelstam ofrece un retrato cotidiano de los rostros del oeste de Caracas, sigue optando por la poesía como el sentido de su existencia.

«Mi definición por la poesía y mi apuesta por la poesía es una conquista, es la conquista que le da centro a mi vida. No habría soportado el perder todos mis gallos cuando me dieron aquel diagnóstico y me dijeron que debía detener inmediatamente mi aproximación con los animales. Pero quedó la poesía y la poesía es mi gran compañía: me ha enseñado a ser testigo de mi propia vida y también de la vida de los otros».

 

Ígor Barreto (San Fernando de Apure, 1952). Poeta y ensayista venezolano. Cofundador, en 1981, del grupo Tráfico. Cursó estudios de Teoría del Arte en el Instituto Caragiale de Bucarest. Profesor de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Ha ganado el Premio Municipal de Literatura, Mención Poesía, en 1986, y el Premio Universidad Central de Venezuela, Mención Poesía, en 1993. Ha sido traductor de Lucian Blaga, investigador de etnomusicología y autor de cuentos infantiles. Obtuvo la beca Guggenheim en 2008. Funda en los años 80 la editorial Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro. Su obra ha sido traducida parcialmente al inglés, italiano, francés y alemán. La editorial Pre-Textos publicó El campo/ El ascensor (2014), que reúne su obra poética escrita desde 1983 hasta 2013. Su más reciente libro se titula El muro de Mandelstam (2016).

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María Laura Padrón (Puerto Cabello, 1992). Periodista egresada de la Universidad Arturo Michelena (UAM). Forma parte de la iniciativa cultural Transeúnte.  Su trabajo periodístico ha sido publicado en los diarios  El Nacional y Notitarde y en la revista digital El Estímulo. 

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La cabecera fue diseñada por Samoel González Montaño, a partir de un retrato de Beatriz González.  Néstor Mendoza realizó la revisión del texto.