Captar una muerte cuando en efecto está ocurriendo y embalsamarla para siempre es algo que solo pueden hacer las cámaras, y las imágenes, obra de fotógrafos en el campo, del momento de la muerte (o justo antes) están entre las fotografías de guerra más celebradas y a menudo más publicadas. No cabe duda alguna sobre la autenticidad de lo mostrado en la foto que en febrero de 1968 Eddie Adams hizo del jefe de la policía nacional de Vietnam del Sur, general brigadier Nguyen Ngoc Loan, que dispara a un sospechoso del Vietcong en una calle de Saigón. Sin embargo, fue montada por el general Loan, el cual había conducido al prisionero, con las manos atadas a la espalda, afuera, a la calle, donde estaban reunidos los periodistas; el general no habría llevado a cabo la sumaria ejecución allí si no hubiesen estado a su disposición para atestiguarla. Situado junto a su prisionero a fin de que su perfil y el rostro de la víctima fueran visibles para las cámaras situadas detrás de él, Loan apuntó a quemarropa. La foto de Adams muestra el instante en que se ha disparado la bala; el muerto, con una mueca, no ha empezado a caer. Para el espectador, para esta espectadora, incluso muchos años después de realizada la foto…, vaya, se pueden mirar estos rostros mucho tiempo y no llegar a agotar el misterio, y la indecencia, de semejante mirada compartida.

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Fotografías de Eddie Adams, 1968

Más perturbadora resulta la ocasión de ver a personas ya enteradas de que se las ha condenado a muerte: el alijo de seis mil fotografías realizadas entre 1975 y 1979 en una prisión clandestina situada en el antiguo instituto de bachillerato de Tuol Sleng, un barrio a las afueras de Phnom Penh, la casa de la muerte de más de catorce mil camboyanos acusados de ser «intelectuales» o «contrarrevolucionarios»; la documentación de aquella atrocidad es cortesía de los archiveros de los jemeres rojos, los cuales sentaron a cada persona para retratarla justo antes de su ejecución.* Una selección de estas fotos en un libro titulado The Killing Fields [Los campos de la matanza] hace posible devolver la mirada, decenios después, a los rostros que fijan los ojos en la cámara, y por lo tanto en nosotros. El soldado republicano español acaba de morir si hemos de creer lo que se afirma de esa foto, la cual Robert Capa hizo a alguna distancia del sujeto: no vemos sino una figura granulosa, una cabeza y un cuerpo, una energía, desviándose repentinamente de la cámara mientras se desploma. Estos hombres y mujeres camboyanos de todas las edades, entre ellos muchos niños, retratados a uno o dos metros de distancia, por lo general de medio cuerpo, se encuentran —como en Marsias* desollado de Tiziano, en el que el cuchillo de Apolo está a punto de caer eternamente— siempre mirando la muerte, siempre a punto de ser asesinados, vejados para siempre. Y el espectador se encuentra en la misma posición que el lacayo tras la cámara; la vivencia es nauseabunda. Se sabe el nombre del fotógrafo de la prisión —Nhem Ein— y se puede citar. Los que retrató, de rostro aturdido y demacrado, con la etiqueta numérica prendida a la parte superior de la camisa, siguen siendo un conjunto: víctimas anónimas.

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Y aunque se los nombrara, es improbable que «nosotros» los conociéramos. Cuando Woolf advierte que en una de las fotografías enviadas se muestra el cadáver de un hombre o una mujer tan mutilado que bien habría podido ser el de un cerdo muerto, su argumento es que la dimensión homicida de la guerra destruye lo que identifica a la gente como individuos, incluso como seres humanos. Así, desde luego, se ve la guerra cuando se mira a distancia: como imagen.

Víctimas, parientes afligidos, consumidores de noticias: todos guardan su propia distancia o proximidad ante la guerra. Sus representaciones más patentes, y de los cuerpos heridos en un desastre, son de quienes parecen más extranjeros, y por ello es menos probable que sean conocidos. Se espera que el fotógrafo sea más discreto con las personas que atañen más de cerca.

Cuando en octubre de 1862, un mes después de la batalla de Antietam, las fotografías de Gardner y O’Sullivan se exhibieron en la galería de Brady en Manhattan, se comentó en The New York Times:

A los vivos que atestan Broadway quizá les importen poco los muertos en Antietam, pero suponemos que se darían menos imprudentes empellones por la gran vía pública, pasearían menos a sus anchas si yacieran unos cuantos cuerpos chorreantes, recién muertos, a lo largo de las aceras. Se alzarían muchas faldas y se andaría con mucho tiento…

Conviniendo en la perenne acusación según la cual los eximidos de la guerra son cruelmente indiferentes a los sufrimientos ajenos a su ámbito, no hizo que el reportero fuera menos ambivalente respecto de la urgencia de esa fotografía.

Los muertos del campo de batalla casi nunca llegan a nosotros, ni en sueños. Vemos la lista en el periódico matutino durante el desayuno pero descartamos el recuerdo con el café. Sin embargo, el señor Brady ha hecho algo para hacernos comprender la terrible realidad y gravedad de la guerra. Si bien no ha traído cuerpos y los ha depositado en nuestros portales y a lo largo de las calles, ha hecho algo muy parecido… Estas imágenes destacan de un modo terrible. Con ayuda de la lente de aumento incluso los rasgos mismos de los caídos pueden distinguirse. Apenas optaríamos por estar en la galería de arte si alguna mujer inclinada sobre ellas pudiera reconocer a un marido, un hijo o un hermano en las quietas hileras exánimes de los cuerpos que yacen dispuestos para las fosas abismales.

La admiración se mezcla con la desaprobación de las fotos por el dolor que pueden causar a los parientes femeninos de los muertos. La cámara aproxima al espectador, demasiado; auxiliado por una lente de aumento —pues ésta es una historia con dos lentes—, las fotos que «destacan de un modo terrible» dan una información innecesaria e indecente. Con todo, el reportero del Times no puede resistirse al melodrama que suministran las palabras mismas (los «cuerpos chorreantes» listos para las «fosas abismales»), mientras censura el intolerable realismo de la imagen.

 

* Retratar a prisioneros políticos y presuntos contrarrevolucionarios justo antes de su ejecución también era práctica común en la Unión Soviética de los treinta y cuarenta: así lo han revelado las recientes investigaciones en los expedientes de la NKVD de los archivos bálticos y ucranianos, así como los archivos centrales de la Lubyanka.

 

Susan Sontag (Nueva York, 1933). Escritora, novelista y ensayista, así como profesora, directora de cine y guionista estadounidense. Aunque se dedicó principalmente a su carrera literaria y ensayística, también ejerció la docencia y dirigió películas y obras teatrales. En 1968 fue como periodista a la guerra de Vietnam. Se graduó en la North Hollywood High School de Los Ángeles, y estudió en las universidades de Berkeley y Chicago, licenciándose en Filosofía y Letras en esta última. Obtuvo un master en la Universidad de Harvard, y mediante una beca, amplió estudios en las universidades de Oxford y París. Fue una conocida activista por los derechos humanos, como hizo constar en viajes a Vietnam o Sarajevo. Presidenta del PEN American Center, obtuvo numerosos honores y premios, destacando el Nacional Book Award del año 2000, o el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en el 2003. Entre su obra literaria destacan las novelas El benefactor (1963), Estuche de muerte (1967) y El amante del volcán (1992); y los volúmenes de ensayos Contra la interpretación y otros ensayos (1966), Bajo el signo de Saturno (1980) y Ante el dolor de los demás (2003).

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Fragmento tomado de Ante el dolor de los demás, obra publicada originalmente bajo el título Regarding The Pain of Others, con traducción de Aurelio Major (Santillana: Madrid, 2003). La cabecera fue diseñada por Samoel González Montaño, a partir de un detalle de un retrato de Bruce Davidson.