Para los venezolanos, nacidos un poquito antes o algo después de la muerte del General Gómez, Carlos Gardel constituye nuestro primer, gran recuerdo de infancia. El popular cantante visita a Venezuela en 1935, para hacer unas presentaciones en el Teatro Principal y en algunas vecinas ciudades del interior. El canto de Gardel (su luminosa vivacidad corporal), será la única alegría que tendrán los venezolanos, en la primera mitad de la década del treinta. Acaso esa presencia ha de ser la única vinculación que, en época de tremendo fracaso, mantendremos los venezolanos con el mundo. El canto Gardel no será sólo la sonriente metáfora del cuerpo de un hombre llamado Carlitos: una musical voz que, para muchas mujeres, resuena como solidario, muy viril sexo. Ese canto —sin nosotros, entonces, llegar a saberlo— será una metáfora de nuestro pueblo. De cómo en los derrotados venezolanos de 1935, podían arribar el ligero incendio de la esperanza, de la comunicación. Si éramos capaces de cantar con Gardel, igualmente seríamos capaces de dialogar con el país.
Yo visualizo, de esta manera, ese primer recuerdo que la gente de mi generación guarda del famoso cantante de los tangos: no debo tener más de tres años de edad. Estoy en un patio tropical de la ciudad de Valencia. En algún remoto lugar del patio se oye una voz que entona “El día que me quieras”. Naturalmente, en ese momento, ignoro que se trata de la perturbadora voz del cantante, desde un disco. Con el paso de los años, se me revela que Gardel, en cierta forma, ha ayudado a la liberación de las timoratas venezolanas de hace más de cuarenta años. Las rutinarias mujeres de ese tiempo, continuarán apegadas a las jaulas de sus canarios. Pero la más modernas y desenvueltas, meterán la sensual voz de un hombre en sus dormitorios: los discos de Gardel.
Mi familia se traslada a Caracas. La ciudad es pequeña, silenciosa. Sin mucho tránsito. En todas partes lo único que se oye es la voz de Gardel, cantando “El día que me quieras” o “Rubias de New York”. ¿Quién es Gardel?, pregunto. Mi madre evoca la noche, aún tan reciente, en que mi padre acompañado por mi hermana, apenas una niña, tuvieron la gloria de conseguir entradas para ver al cantante, desde la galería del Teatro Municipal de Valencia. ¿Y por qué no he conocido yo a Gardel, si era tan importante?, pregunto ansiosa. Nadie me dice de su muerte. A los pequeños no se les cuenta todo. En secreto, me voy preparando para el día en que, a mi vez, habré de conocer al gran cantante. Silenciosamente, me preparo para el día en que él me quiera.
A finales de los años treinta, los consumistas de la época disponen de toda una habitación donde colocan un vasto, gordísimo aparato al que llaman vitrola, para oír desde allí los discos de Gardel. No obstante la amplitud algo mussoliniana del musical aparato, la habitación luce algo vacía. Y es que ese cuarto —que, además de desierto está muy ordenado, muy alfombrado— se le destina, no sólo, para las grabaciones del cantante. En el fondo, la tan sonora habitación sigue siendo albergue para el rostro, para el cuerpo de Gardel. El ritmo, la musicalidad de las interpretaciones de Carlos Gardel, mucho es lo que tienen que ver con su saludable sonrisa resplandeciente, con su jovialidad de movimientos. El brillo de la voz, en él, no fue el mismo que el del cuerpo.
Alguna vez vi una de las películas en que intervino, y me di cuenta que Rosita Moreno nunca fue fundamental para la vida de cantante. El ojeroso comportamiento de Rosita Moreno, murió con ella. Cómo perduran, en cambio, las rubias de New York. Es que Carlitos Gardel, más que novio apasionado o tibio —pero convencional— fue un líder, un inspirador. Un hombre que colaboró para el surgimiento de una nueva mujer latinoamericana. Todas las chicas que en los años treinta ridícula, conmovedoramente se pintaron el pelo de un rubio muy chillón, es porque quisieron ser tipas más desafiantes y modernas. En los años treinta, el pelo teñidísimo, a lo rubia de New York, aparentemente, fue una forma de amorosa sumisión a Gardel. Pero señaló algo más: el cosmopolitismo y los viajes en la mujer latinoamericana. Una nueva conducta femenina.
Gardel en la visita que hizo a Venezuela se alojó en el hotel Majestic. A veces, imagino que los mesoneros del galante hotel apuntaban, desde la fachada, hacia el cuarto donde estuvo alojado el cantante, como cuando en alguna novela policial un sutil detective señala la escena donde ocurrió el crimen. La dictadura de Pérez Jiménez no acaba sólo con las libertades públicas. El pragmatismo de su gobierno liquida una lujosa, magnífica fantasía, cuando se ordena la desaparición del Majestic.El derrumbamiento del hotel fue, casi, como aniquilar el sueño gardeliano de mi niñez. En mi imaginación, Carlos Gardel se había convertido en el último, único y valedero inquilino del Majestic.
Pero lo importante del sueño gardeliano de mi niñez es que, es el sueño de un pueblo. Ya no puedo localizar el smoking de Gardel entre los rojos pasillos aterciopelados del Majestic. Pero encuentro su voz en la calle de Catia o en cierta devota nocturnidad radial de la ciudad. Encuentro ese Carlos Gardel que es mío y de este país, en la pieza de José Ignacio Cabrujas, El día que me quieras. En esta obra, un modesto pero soleado patio de una casa de la vieja y honorable parroquia de Santa Rosalía, movido por húmedas ráfagas de helechos, es el país venezolano de los treinta. La presencia de Gardel en el patio de esa casa es breve, fugaz. Un sueño cortés, y no obstante, osado. El de una gente, opaca y frustrada. La rápida ilusión de una empleada de los correos. Sueño del pueblo. Pero mucho más certero que el de los intelectuales, inmersos en sentimental, ingenuo, y, a la vez, remoto comunismo que los hace leer a Marx como si estuviera leyendo algún libraco pegaso de Xavier de Montepin. Un comunismo que los hace suspirar por la vida pero, no alimentarse de la vida. ¿Y es que la política de una país, no es la vida y de cierta manera la cocina de ese país? ¿No ha estado Rómulo Betancourt, fundador del primer partido venezolano de masas, haciendo una vigilante alusión al fogón popular?
En El día que me quieras, José Ignacio Cabrujas con muy punzante, valiente y sagacísima estructura rescata aún reciente episodio de nuestra historia. Y me atrevo a expresar que en los diálogos, el lenguaje de esta pieza, el nuevo humor venezolano alcanza un nivel de arquetipo, una de sus más altas libertades. Pero lo que más me seduce de esta tan inteligente y poética , dolorosa crónica sobre los venezolanos de los años treinta, es el final simple y esplendoroso. En El día que me quieras, como en una monocorde conclusión cinematográfica de Robert Altman, los personajes volverán a su inercia de siempre. A una vida donde sólo cuentan la simetría de las tazas de café o la puntual limpieza de las sábanas. Porque cuando se despide Gardel, cesa en los venezolanos el sueño de la historia.
José Ignacio Cabrujas
El día que me quieras
Colección Cuadernos de Difusión / N° 27
Editado por Fundarte
Fundación para la Cultura y las Artes del Distrito Federal
Diagramación: Soledad Mendoza
Impreso en Venezuela por Cromotip
Portada y contraportada / Zapata
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