Yo no sé mucho de Le Drugstore. Mis recuerdos del sitio son muy vagos. El maestro Alberto Veloz hizo no hace mucho una crónica magnífica que da cuenta del sitio de una manera amena y detallada. Quizás acudir a su texto sea lo indicado.
No sé qué edad tendría cuando conocí el afamado local. Yo nací en 1970, en enero; Le Drugstore abrió sus puertas once meses después, en diciembre, según anota Alberto Veloz. Tengo entendido que cerró a mediados de los noventa para darle paso a otro sitio llamado City Rock Café, que también pude disfrutar, por cierto. De todos modos puedo decir que allí, en Le Drugstore, compré el libro de relatos cortos de Armando José Sequera, Escena de un spaguetti western, de Ediciones Oox. La publicación de ese libro es de 1986. Así que yo tendría posiblemente diez y seis años, pero con seguridad conocía el lugar desde antes, pues mis padres solían visitar Caracas con frecuencia (vivíamos en Puerto Cabello).
Escena de un spaguetti western fue comprado allí porque la antesala al restaurante la constituía un espacio de minitiendas. Esto ya lo conté en Los nombres. En esa novela hablo de la venta de libros donde me hice de aquel ejemplar de Sequera y que fue tan importante para mí en ese momento, porque el librito, tal como ya he contado, me maravilló y me puso a escribir. También recuerdo que, a mano izquierda, había una tiendita donde estampaban franelas, lo que resultaba toda una divertida novedad.
Así que entrabas a las minitiendas luego y seguías al restaurante. Recuerdo sus paredes de ajedrez, su piso de ajedrez. Recuerdo que el local tenía asientos acolchados y sombras agradables. Recuerdo que era como Londres, aunque yo nunca había estado en Londres.
Me cuentan además que en todo el centro del restaurante había una especie de plancha al descubierto donde hacían crepes. De modo que el local también pudo recordarme París, pero no guardo memoria de esa plancha, y por lo tanto tampoco podía recordarme París, aunque por igual no hubiese estado en París.
A mi mamá le gustaba particularmente el plato de salchicha polaca, puré y repollo agrio. Era realmente delicioso, y luego mamá comenzó a hacerlo en casa, y se convirtió en uno de los platos regulares de su menú en nuestros almuerzos de Puerto Cabello.
Las cervezas largas eran otras de las maravillas del sitio. Creo que le decían «yardas», y las llevaban a la mesa con un soporte de madera. Por supuesto, yo no las bebí, pero llegué a verlas. También fui testigo de los perros calientes. En especial, sí, de estos perros calientes que referiré.
Mi papá era de Caracas, y se había ido a Puerto Cabello muy joven. Allá conoció a una secretaria delgada de padres ucranianos, de la que se enamoró y con la que luego contrajo matrimonio. Pero mi papá nunca olvidó Caracas, y siempre que se le presentaba la oportunidad nos llevaba de paseo.
Nos quedábamos en el hotel Crillón, al pie de la avenida Libertador, a un paso del bulevar de Sabana Grande. De vez en cuando nos íbamos caminando desde el hotel hasta el Centro Comercial Chacaíto, que era la sensación de aquellos tiempos, con tiendas como Don Disco y con una librería de las de verdad que era la Lectura, ubicada en todo el frente del café Papagayo. Por supuesto, Le Drugstore siempre estaba en la mira, y con frecuencia cenábamos o almorzábamos allí.
Alguna tarde de uno de esos fines de semana, yo pedí uno de esos enormes perros calientes. Creo que mamá me advirtió que era muy grande. Yo no hice caso, lo pedí y le di apenas un par de mordiscos. Mis padres lo pidieron para llevar. Lo llevaba mamá metido dentro de una bolsa de papel. Me parece que le incomodaba cargarlo, sobre todo porque hicimos a pie el camino de vuelta al Crillón.
Ya anochecía, recuerdo, y con alguna cosa andaba yo de terco, porfiando, renegando, qué sé yo, pero así sería mi nivel de malcriadez que en cierto momento mi mamá agarró aquel perro caliente de un metro (que tendría luego de mis pocas mordidas unos ochenta centímetros) y empezó a darme con él por la cabeza al tiempo que me reprendía y me soltaba unos cuantos «Muchacho del carajo, muchacho necio, muchacho ladilla» de esos que solían soltar los padres de uno en aquella época en que darte un par de tatequietos no era un terrible pecado castigado por la ley. Papá, más atrás, nada decía. Y yo, dando traspiés allá adelante, me quedaba quieto y me sobaba los porrazos dados con aquel fantástico perro caliente de Le Drugstore.
☙
Fedosy Santaella (Puerto Cabello, 1970). Novelista y cuentista. Autor de libros de relatos, entre ellos, Piedras lunares, Ciudades que ya no existen, Instrucciones para leer este libro y Terceras personas, y de las novelas Rocanegras, Las peripecias inéditas de Teofilus Jones, En sueños matarás y Los escafandristas. En 2010 quedó entre los diez finalistas del premio de cuentos Cosecha Eñe de España. En 2013 ganó el Concurso de cuentos de El Nacional. Ese mismo año estuvo entre los nueve finalistas del Premio Herralde de novela. En 2016 obtuvo el XLVII Premio Internacional Novela Corta Ciudad de Barbastro, con su obra Los nombres. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés, al chino, al esloveno, al turco y al japonés. En la UCAB se desempeña como coordinador académico del diplomado de escritura creativa Narrativas Contemporáneas y lleva la cátedra de Semiótica en la Escuela de Comunicación Social. Es candidato a magíster en Filosofía de la misma universidad.
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La cabecera principal fue diseñada por Samoel González Montaño. Néstor Mendoza realizó la revisión del texto. La dirección fue de Faride Mereb. Para esta publicación, se contó con la colaboración de Carlos Alfredo Marín.
Muy agradable, me trae gratos recuerdos del CC Chacaito, pero no puedo compartir este texto en las redes.