Yo creo que el hecho de ser escritor —la conciencia de tener la vocación de escritor— reside en la creencia —errónea o cierta— de poseer un instrumento especialmente destinado a comprender el mundo y a expresar esa compresión. De esa conciencia resulta, además, el suponer que la facultad de comprender es suficientemente importante como para trasmitirla a los demás. Por eso es imprescindible que la facultad expresiva sea también suficientemente sana y adecuada, de tal manera que de forma conveniente a la imagen del mundo propio del escritor.
Quedarse en la compresión simple o en la pura expresión implicaría una actividad absurda o egoísta. La comunicación de lo que se cree una experiencia personal única es imprescindible. Pero es no significa que el escritor tenga que ser necesariamente un explicador, ni un maestro, como tampoco lo contrario: un herético fabricante de fórmulas ininteligibles.
Cuando alguien escribe, necesariamente, desea comunicar su experiencia, su razonar, su comprender. Exceptuando el caso de quien hace un monólogo maniático, el caso de los locos que sueltan las palabras de su delirio, no dirigidas hacia una comunicación, sino al desorden de la propia relación con los fantasmas que son también el mismo “yo”.
Sin embargo, se habla de literatura “hermética” y ello implica un caso especial. Se trataría de una falsa posición entre el escritor y su público. Claro está que la obra está escrita siempre para alguien; ese “alguien” es el lector; pero el escritor lo desconoce muchas veces. Y muchas veces, es distinto de los críticos a quienes toca revisar la obra así como también es distinto de las personas en cuyas manos cae el libro ocasionalmente.
Bien se puede recordar ese público futuro al cual pretendía dirigirse Sthendal.
La pregunta que todo escritor puede hacerse (luego de suponer que tiene algo que decir y una expresión que se acomoda a las exigencias de su comprensión del mundo) es para quién escribe, a quién va dirigida su obra. Muchas veces el escritor no lo sabe exactamente. La literatura moderna parece dirigida en la mayoría de los casos hacia los escritores mismos, hacia los colegas. Hay cierta especialización evidente. ¿Por qué? Es una pregunta que vamos a dejar sin respuesta por ahora o que vamos a responder sucintamente diciendo que nuestra época es la del trabajo bien hecho, sin entrar en mayores explicaciones. Le agrada al hombre de hoy rendir tarea técnicamente impecable y dirigida a quienes pueden medir las dificultades. Pero hay otro problema que se une a éste que acabamos de señalar: el de considerar la literatura como un trabajo. En este sentido, se presenta una complicación especial: la de comparar el trabajo literario con las otras profesiones llamadas tradicionalmente liberales: es decir las profesiones que no tienen relación entre obrero o empleado y patrón. El médico, el abogado, el ingeniero pueden llegar a ser trabajadores sin patrón, poseedores de los instrumentos que el trabajo exige y poseedores de una técnica individual. El cirujano, el arquitecto, el odontólogo son, como el escritor, individuos que rinden su tarea de acuerdo con una disciplina que no exige de ellos mayor sujeción a determinados poderes económicos. Claro que el cirujano necesita una organización de clínicas y hospitales como el ingeniero requeriría todo un equipo de aparatos y ayudantes, pero podría darse el caso de que , con un mínimo de elementos, su preparación técnica lo capacite para el ejercicio libre de su profesión. El escritor podría considerarse como el más libre de los profesionales. De muy poco requiere.
Otro aspecto del problema es el que deriva de los emolumentos. Si el escritor rinde trabajo individual, ello supone que debe ser pagado por sus clientes. Allí está lo difícil ¿Para quién escribe el escritor? Y, por lo tanto ¿quién debe pagarle y cuál forma? Tendremos primero que llegar a la conclusión de que hay escritores a sueldo que rinden una tarea para determinada empresa (periódicos, radio, televisión), y otros que se dedican a la labor literaria que establece una relación directa con los lectores: el poeta, el novelista, el dramaturgo, así como también los escritores que son investigadores y científicos: el historiador por ejemplo, el filósofo, el divulgador de sus experiencias y de sus estudios no exclusivamente literarios. En todas estas actividades hay elementos que no podemos dejar de tomar en cuenta.
En países más organizados que el nuestro la actividad del escritor —puramente creador o en función deliberadamente sujeta a otras disciplinas— encuentra una serie de organizaciones que pueden compararse con la del escritor a sueldo: la de su condición de hombre que vende su trabajo. En ese sentido, está sujeto al ordenamiento que la sociedad le impone: su manera de pensar o, mejor dicho, los resultados de su razonar, estarán sujetos a determinadas normas. Como el periodista, como el escritor, para la radio y la televisión encontraría sólo determinados patronos: los que consideran aceptable esa manera de razonar, los que consideran interesante su trabajo y le pagan por él. Esto, claro, reduce la clientela del escritor. Y hay escritores que se verán obligados a sufragar sus ediciones y a colocarse en la actitud de productores libres, en contacto directo con el público. Esto es casi imposible entre nosotros, aunque es cierto que puede comenzar a verse algún ejemplo optimista.
Gallegos, Picón Salas, Uslar Pietri, son escritores venezolanos de múltiples ediciones, aunque es probable que ninguno de ellos (exceptuando acaso a Gallegos) pudiera vivir sólo de lo que producen las ediciones de sus libros. La prueba está en que ejercen otras actividades como principal fuente de entradas. Y hablo de esto porque no puede concebirse un trabajo sin remuneración. Sin embargo, se da el caso —lo estamos viendo todos los días— de escritores que persisten en sus tareas y publican sin posibilidad monetaria inmediata.
Esta característica del trabajo del escritor debe ser vista con cuidado. Sartre se refiere ella: aun dentro de naciones más organizadas que Venezuela el escritor está pagado, en cierta manera, indirectamente. No está pagado, en cierta manera, indirectamente. No está pagado por lo que escribe. Y en algunos casos se le paga para que no escriba. Eso depende de que la obra del escritor sea significativa, tenga un contenido. El cirujano perteneciente al partido reaccionario X puede y debe hacer bien una operación de apéndice a un obrero y si es cirujano honesto, la hará dentro de las mejores condiciones técnicas y tomando en cuenta con toda conciencia las condiciones de vida del paciente; tendrá que estar seguro de que la convalecencia debe seguirse dentro de una forma que no sólo preserve la existencia del enfermo, sino que le permita la recuperación necesaria para continuar su trabajo eficazmente.
El escritor no está en la capacidad de revisar su clientela ni de adaptar su trabajo en cada caso a las circunstancias personales del lector. Un libro puede llegar a las manos de cualquiera que sepa leer y evidentemente, su contenido puede ser bien o mal recibido por uno u otro de sus lectores. Si tomamos en cuenta que el escritor cumple con una función de comunicación, el problema es grave porque, en definitiva, su relación con lo que en otras profesiones podría llamarse la clientela no está precisada ni dirigida atinadamente. El lector es un desconocido, a pesar de que a él dirige la comunicación del escritor realiza como tarea fundamental, como trabajo vocacional.
El escritor considera importante ese trabajo, pero puede suceder que para ciertas organizaciones sociales, sea considerado nocivo. Nocivo, especialmente porque no puede ser aprovechado por nadie. Nocivo porque es la única obra perfectamente individual y personal en sus más finas muestras.
La obra del cirujano, igual que la del carpintero o la del albañil, son útiles cuando están bien hechas.
Dentro de las luchas sociales —tan agudizadas actualmente— no puede oponerse la señora rica al hecho de que sus muebles, sus casas hayan sido realizadas por un obrero comunista. El caso del escritor es distinto. Su obra implica un contenido: la comprensión del mundo y la expresión de esa comprensión dentro de la forma que conviene para que sea comunicado. Entonces, desde el momento mismo en el cual se ha terminado el trabajo y la comprensión ha sido expresada en comunicación bien realizada, el escritor queda colocado y está comprometido. Eso es evidente. Al comunicar su comprensión del mundo, el escritor se compromete.
No quiere decir esto que vaya voluntariamente a servir a determinado partido político. Lo que quiere decir es que, si ejerces su oficio con honestidad y dice sinceramente lo que siente necesario decir, (lo que forma la razón esencial de su actividad de escritor) está comprometido. Contra él y a favor de él actuarán de una vez los que se sienten atacados y los que se sienten apoyados por la obra que expresa determinada forma de comprender el mundo.
Esa expresión puede ser de muy diversa calidad (no digo mejor ni peor, sino diversa). El poeta no se expresa como el novelista o el autor teatral, pero en todo caso, lo que los une a todos es la voluntad vocacional de expresar su personal manera de entender el mundo. Esto, claro está, se refiere a los verdaderos escritores. A los auténticos. A los sinceros. Aquellos para quienes la literatura es la actividad esencial, así sea necesario ejercer en la vida muchas obras actividades para asegurar el pan. Porque claro está que hay muchos disfrazados de escritores para los cuales la literatura es una profesión como las otras, una profesión que permite vender un producto sin contenido, un producto simplemente útil y utilizable, y entonces producen algo semejante a las pastillas tranquilizadoras, a los remedios para lograr la calma, a los productos farmacéuticos para calmar la angustia. Eso es también un contenido, en cierta manera y está formado por las comedias de situaciones chistosas, por las novelas policiales, por las narraciones que ocultan la relación del hombre con el mundo en lugar de ofrecer una imagen del mundo. Vale decir que, para esos escritores, la literatura es un disfraz en lugar de ser una confesión. La literatura es un silencio en lugar de ser una voz.
Eso es lo que parece altamente inmoral entre escritores que respetan su oficio. Sin embargo, los hay: los que se empeñan en no decir nada. ¿Vale la pena referirse a ellos? Tal vez sea necesario, porque en muchos casos, ese decidido empeño de esconderse significa justamente, la confesión del terror que les acusa la posibilidad de ser sinceros, la consecuencia de que su sinceridad sería un compromiso que no desean realizar en ningún caso.
Así, la función del escritor implica —quiéralo o no— la fijación de una relación con los demás, aceptable por unos, insoportable para otros, lo que equivale para el mismo a tomar posición, a comprometerse. También es cierto que la compresión del mundo que obliga al escritor a expresarse no es, en muchos casos, el resultado de una investigación científica, aunque puede coincidir con determinadas concepciones filosóficas.
El escritor, el artista en general puede llegar a comprender el mundo a través de muy diversos caminos. Mística, formal, razonadora, de apasionada relación sin límites, su expresión es, al mismo tiempo, camino de ida y vuelta hacia sí mismo. Esos escritores son los que se encuentran en su obra la explicación del mundo que buscaban afanosamente.
La unión absoluta entre compresión y expresión los hace a veces inútiles para los demás. Han hecho, sencillamente un acto personal, un hecho literario, una vivencia necesariamente literaria y humana. Esos son los escritores, que en determinadas circunstancias son consideradas como inútiles, difíciles, herméticos, porque su personal ejercicio no admite la comunicación, si no que admite el esfuerzo del lector para acompañarlo en el acto personal de la creación. Puede suceder que ese acto sea intransferible. Sin embargo, aún llevando la literatura a esta manera tan exclusiva sería el caso de preguntar si ella es inútil. Y, entonces, es cuando nos encontramos ante el problema más profundo que el escritor supone, dentro de la sociedad. ¿Para qué sirve la actividad del artista literato?
Se podría suponer que sirve exactamente lo mismo que la de cualquier otro artista, igual que la del pintor, del escultor, del músico. Puede servir de mucho o de nada, de acuerdo con quienes la reciben. ¿Para qué sirve el Moisés de Miguel Ángel, para qué la Mona Lisa de Leonardo, la Divina Comedia, el Fausto de Goethe, La Montaña Mágica de Mann, los móviles de Calder, una escultura de Pevsner, un cuadro de Picasso? Y ahí está el nudo del asunto. Sirven en primer término al artista para comprender el mundo y luego a quien se acerca a la obra para el encuentro con esa comprensión.
25/01/1966
«Ensayos venezolanos»
©1979 Editorial Ateneo de Caracas
Diseño portada Jorge Pizzani
Impreso en los Talleres Tipográficos
de Miguel Ángel García e hijo, Caracas.
Increíble. Cada publicación que realizan es una sanación para nosotros; aunque a veces pienso que más bien, es una salvación.