Claro, releído es hermoso. Pero alguien lo escribió y esa fuiste tú. Al diablo la poesía femenina y los partos de dos días que sirven para llorar escrituralmente. Palabra fuera ámbito. De contexto. No te gusta ninguna de las dos. Bueno, escrita está. Un montón de escritura para nada. Los poetas son así. Escriben dos líneas y eyaculan ellos mismos. Solos. Les encanta todo lo que escriben. En cambio, mírate. Eres poeta y no eyaculas. Algo así como una culpa imperdonable.
Mira este poema, ¿no es acaso encantador?
Mueve tu lengua siete veces antes de hablar
decían los grandes cuando uno era pequeño
Y chupaba
madre
tierra
teta
cal
madera
pelo
encaje
Pero supimos que ninguna edad era para siempre
y entonces
había pasado la vida
con sus setenta y cinco latidos
frecuencia perfecta de la tristeza
Eso tienes en este momento setenta y cinco pulsaciones. Normal. Y te aferras a esos latidos, como si de ellos dependiera la vida. ¿Qué diría tu amigo Federico? Insinuó alguna vez que metías la nariz donde no debías. Por eso te late tan fuerte el corazón. ¡Pobre Federico! Si supiera que mi nariz está conectada a mi corazón y mi corazón con mi boca y mi corazón con mi estómago y mi corazón con mi barriga. Si te releyeras ahora, ahora sentirías gran vergüenza. Estás escribiendo para la moral. No para ti. Grandes discursos, grandes frases, grandes juramentos de yo no fui. Nadie tiene la culpa. Salvo tú. Y de verdad que la tienes. Como la tienen todos los poetas siempre se han escuchado en alguna pena maldita que no existe. Pero cuando se componen, no les gana nadie. Ese poema tuyo es una gran prueba de ello.
Ya no tengo años para despertarme mañana
y encontrar florecida la sangre de un corazón de calle.
¿Tendrán razón quienes disputan mis huesos detrás de la puerta?
No he de llorar.
Lo que me gusta aún
lo pienso con los ojos cerrados,
lo camino a tientas
y con grandes temores.
Está prohibido poner la vida sobre la mesa
y de ninguna manera serviría
encantarse en la fragancia de un clavel.
Inventé en los espejos
las voces de mi culpa. Allí están: con todos los dientes afuera.
Estás sudando. Estás cansada. ¿Cuántas veces vas a dirigirte a ti misma impunemente? Cortando con tu silueta la luz de las persianas.
que hace insoportable el día
Echada
siento temor por los hábitos de la vida
Están las paredes
los estantes polvorientos
la puerta desencajada
la avenida que baja hacia la ciudad
¿quién puede advertir ahora los signos del espanto?
Continúas pensando que escribes bien. Esa es tu mayor preocupación.
Te relees y no encuentras nada malo. Salvo que no te gusta.
Bueno, tampoco te convence. William Blake. O Dylan Thomas.
Confiésalo: leer poesía es un deber aburrido la mayor parte de las veces.
Te cansas. Pero tampoco te atreverías a escribir una novela. Te rebelas:
¿acaso no es poesía todo esto?
Sigue intercalando. ¡Vaya palabrita!
¿Te quedarás un tiempo?
me quedaré
hasta que me cuentes tu último sueño
No le temas a la calma que ronda
o el ruido de la seda recién lavada
No hagas apetencias de esta desesperanza
de esta simple desdicha
Me quedaré
hasta que vengan por nosotros.
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