I
Un arpegio verdiazul y continuo mantiene
la cordillera alrededor de la Ciudad.
A veces puede la niebla
escribir su liviana melodía
en el monte más alto.
Mas, lo eterno es este azul cromático
suspenso
cerrándose en sí mismo en torno al valle.
XIII
De pronto la Ciudad
recobra la memoria
en las banderas.
XVI
El viejo mendigo reúne el abandono.
Es su riqueza.
En la carreta
que junta su vida a la esquina
como una bisagra,
están las yerbas marchitas del empirismo
o de la brujería
para el desengaño y las fiebres,
el condimento y su aroma
para el hervor de la vida
y de las maceraciones.
Un acre fermento suena sus crótalos
y esparce el ácido vaho;
aureola el breve ámbito inmediato
en el que el pobre duerme,
mientras las moscas zumban sus anzuelos azules
alrededor de sus orejas,
del mugriento sombrero,
de su espalda en arco de miseria,
de su barba como una calabaza podrida,
por encima de las frutas, las yerbas,
las legumbres, las ropas casi trapos,
por sobre toda esa realidad
que palpita pisada con un cochecito de niño
puesto encima de todo,
como única esperanza.
XXXII
En el autobús, las gentes
parecen haber vestido de color sus pensamientos.
Van conmigo en silencio como frutas que orillaran
el destino,
sin poder escapar al dictado de la intemperie
y de las mutaciones.
Hemos subido para el viaje
que nos reúne en la más opuesta cercanía,
atados por el rumbo solamente.
Antes de consignar las monedas
ya hemos pagado tributo al sol, a la lluvia,
a la distancia
y a esa racha de basuras y hojas en un viento inmundo
—o a la salpicadura—
que el chofer levanta con la velocidad
para cobrarse también, él primero,
su propio destino.
XXXV
Las iglesias son
el místico archipiélago.
Ah, el largo solaz de la oración,
su agitado zarzal solitario
cuya flama alumbra
el ignorado rostro de la Omnipotencia.
En el aire las torres señalan
las plegarias,
su secular instante reiterado.
Y un atrio sonoro abren las campanas,
multiplican el ara.
Afuera el sol oficia en ellas
su largo rito de oro.
La luna es la aureola
de la imagen nocturna.
La madera regala su sombra para el gesto.
Toda la materia rinde el mortal vasallaje,
eleva sus vitrales de color o de aroma.
Afuera espera Lázaro el óleo fariseo.
Y es la piedra del símbolo
la que sostiene el púlpito
desde donde los siglos hablan
con Jesucristo.
XXXVI
Los ingenieros tejen
una inmensa telaraña de autopistas.
La extienden en varios sitios,
allí donde hay espacio para colocar
pies, brazos, antenas de la temporalidad,
tender cabelleras, madejas, cordajes,
raíces, nervaduras,
laberinto,
caminos,
inmensa red endurecida para ir donde quiera,
pero en la que sin embargo
el hombre
queda atrapado en los regresos.
XLII
Las estatuas
son los únicos fantasmas
que no molestan.
☙
Luz Machado (Ciudad Bolívar, 1916-1999). Poeta, periodista y activista venezolana. En 1946 recibió el Premio Municipal de Poesía y en 1986 el Premio Nacional de Literatura. Vivió tanto en Ciudad Bolívar como en Caracas y Chile, donde hizo vida diplomática. Fue dirigente del Movimiento Feminista Venezolano, fundadora de la Asociación Venezolana de Escritores, del Círculo de Escritores de Venezuela y de la Sociedad Bolivariana. Su trayectoria como poeta inicia con la publicación de Ronda (1941). Entre su obra poética destaca La espiga amarga (1950), Canto al Orinoco (1953), La casa por dentro (1965), A sol y a sombra (1997) y Libro del abuelazgo (1997). Sus trabajos periodísticos fueron publicados en El Universal, El Nacional, El Mundo, Pregón, La Razón, Fantoches, así como en las revistas Contrapunto, Élite, Shell, Revista Nacional de Cultura, Kena, Nosotras, Lírica Hispana e Imagen.
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Estos poemas pertenecen al libro La ciudad instantánea (Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela: Caracas, 1969). La selección, transcripción y revisión de los textos estuvieron a cargo de Néstor Mendoza. El encabezado fue diseñado por Samoel González Montaño, a partir de un retrato de archivo.
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