«Fue una fotógrafa extraordinaria», dijo Cartier-Bresson acerca de la trascendencia e importancia de la obra de Dora Maar, desconcertado por la profundidad e insólita belleza de su obra «en su obra siempre hay algo muy sobrecogedor y algo muy misterioso». Tal vez por ese motivo sorprende que cuando la fotógrafa surrealista murió en el año 1997, casi nadie recordaba su nombre. Murió sola en un hospital de París, sin otra compañía que un par de amigos a quien frecuenta de manera esporádica durante los últimos años de su vida y su confesor, quien contó que Dora pasó largas horas de agonía «recordando el arte que le bendijo» durante buena parte de su vida. Luego de casi dos décadas de reclusión en su piso de la ciudad, el legado de Maar desapareció en medio de un anonimato inmerecido y devastador. Al momento de su muerte, la que fuera musa de Picasso — amante, apoyo y el ojo atento que registró la obra del pintor por más de una década — y una de las fotógrafas más emblemáticas del movimiento surrealista, era una figura borrosa en medio del panorama artístico al que pertenecía.
Maar resulta todo un personaje difícil de definir, un mito a mitad de camino entre la imaginería popular y la verdadera trascendencia de su obra. En el piso de rue de Savoie que ocupó por más de tres décadas, había todo tipo de recuerdos sobre su larga, sostenida y tempestuosa relación con Picasso. Las paredes estaban llenas de bocetos del pintor y también, de una extraña colección de obras poco conocidas (casi 130 obras en diferentes estados de deterioro — que el malagueño obsequió a la fotógrafa cuando la abandonó por la pintora Françoise Gilot. Tal parecía que su convivencia con el Picasso no solo había consumido sus fuerzas — «A veces creo que Picasso robó todo lo que soy», dijo Maar en una oportunidad — sino también su identidad. La fotógrafa, que dedicó casi quince años de su vida a todo tipo de registro sobre el movimiento artístico parisino, dejó de fotografiar luego de la turbulenta ruptura con el pintor, y de hecho, se convirtió en una sombra de sí misma. «Me abandonó todo impulso vital, como si el amor hubiese arrasado con cada motivo para persistir», escribió Maar casi dos décadas después de que terminara su relación con Picasso.
Por supuesto, tal vez resulte inevitable que la colosal sombra del pintor consumiera la identidad de Maar hasta convertirla en una anécdota dentro de sus correrías románticas: la fotógrafa conoció a Picasso cuando apenas contaba veintiocho años durante el rodaje de la película Le Crime de Monsieur Lange de Jean Renoir. Para entonces, el pintor era una figura extraordinaria en el mundo del arte, con una asombrosa trayectoria que ya por entonces le encumbraba como una de las figuras claves dentro del mundo artístico contemporáneo. Maar, por otro lado, era una fotógrafa experimental que comenzaba a recorrer el largo camino del reconocimiento y que estaba obsesionada con el misterio y la oscuridad del espíritu humano. Entre ellos nació una complicidad violenta e instantánea que marcaría el resto de su relación. Picasso diría después que Maar: «le cautivó y el enfureció» y ella insistiría que su vida se convirtió en una confusa «mezcla de amor y dolor» apenas conoció al pintor. Entre ambas cosas, la relación entre ambos se convirtió en una obsesiva búsqueda de significado emocional y también una batalla por la identidad y el poder creativo.
Hay una anécdota que define mejor que cualquiera otra la constante tensión, belleza y sufrimiento de la relación entre ambos y sobre todo, el singular enfrentamiento intelectual que la definió: unas semanas después de conocer a la fotógrafa, el pintor la encontró en una mesa del café Les Deux Magots, jugando a clavarse cuchillos entre los dedos rodeada por un grupo de observadores asombrados por la osadía de Maar. Picasso contó que le sedujo el pulso firme de Maar, la manera como continuaba clavando el cuchillo en la madera y rozándose los dedos, a pesar que los finos guantes de encaje que llevaba estaban cubiertos de sangre. «Estaba enfurecida, llena de una alegría atolondrada y brillante, como si el dolor la sostuviera», contó después. Picasso se obsesionó con Maar, con su osadía y talento. Para Maar, la atracción que sentía por el artista se convirtió en lo que llamó «una extraña forma de locura» de la que jamás se recuperó por completo.
Por entonces, Maar gozaba de gran prestigio y era admirada por el círculo de surrealistas por su capacidad para transformar la fotografía en una forma de arte muy cercana al cuestionamiento individual, la obsesión principal del grupo. Eso, a pesar de que nunca fue miembro oficial del movimiento y Maar jamás se definió como surrealista. No obstante, la autora se hacía los mismos cuestionamientos y desde la misma óptica vanguardista de la mayoría de los artistas que creaban una percepción por completo nueva de la realidad. Sus fotografías de la época eran imágenes extravagantes y minuciosamente trabajadas sobre mundos oníricos llenos de un simbolismo abigarrado y por momentos abrumador. De la época data su fotografía más famosa «Père Ubu», que mostraba entre luces y sombras el supuesto feto de un armadillo transformado a través del lente de la cámara en una figura fantasmal y retorcida que levantó inquietud en el mundillo periodístico de la época, que se apresuró a tildar la imagen de «perversa y grotesca». No obstante, el mundillo de artistas que la rodeaban convirtió la imagen en el ícono de un tipo de simbolismo visual que desconcertaba por sus múltiples interpretaciones. No era solo una forma de expresión visual, sino también una forma de reformular la comprensión de la fotografía como pieza de arte. Dora Maar logró ambas cosas con una única imagen, que transformó en el principal vehículo de trabajo de su posterior discurso visual.
Dora Maar tuvo una gran preparación artística que sostuvo su propuesta visual y estética desde una profunda percepción sobre el valor del símbolo. Primero en la pintura y después en la fotografía, la artista encontró en el arte una forma de expresión que le permitió reconstruir la mirada femenina sobre la metáfora visual como instrumento estético, una percepción de la fotografía por completo inédita. Ya para los últimos años de la década de los 20, Maar era amiga y colega de Brassaï y de Cartier Bresson. Su obra fotográfica era reconocida no solo por su belleza técnica sino también por su obsesión por cierta oscuridad existencial que dotaba a su obra de un aire tétrico y sofisticado que era muy aplaudida y valorada por el público y la crítica. Además, su manera de entender la fotografía — de utilizar el medio como una herramienta depurada de expresión metafórica — la convertía en una figura vanguardista de notoria reputación. «La imagen es la nueva frontera de la esperanza», llegaría a decir por entonces.
Pero su pasión por Picasso no solo consumió su intención artística sino que además le arrebató cierta independencia visual que su trabajo nunca llegaría a recuperar del todo. De la misma que todas las anteriores — y posteriores— amantes de Picasso, Dora Maar se convirtió no solo en su musa, sino también su modelo, fuente de inspiración y sobre todo en símbolo de los extraños y poderosos procesos artísticos del pintor. Durante casi una década, Maar abandonó su propia construcción artística para dedicarse a la de Picasso. La relación que compartían se transformó de una fructífera colaboración artística — inspirada por el artista, Dora comenzó a pintar — pero después se transformó en un canibalismo emocional e intelectual que terminó devastando a Maar hasta convertirla en una víctima de su propia obsesión amorosa. Como si se tratara de un sacrificio ritual hacia un bien mayor, Maar abandonó toda expresión artística en beneficio de la carrera y visión de la de Picasso y terminó por ofrendarle no solo su capacidad fotográfica — suya es la extraordinaria documentación que se tiene sobre la creación del Guernica — sino también, todo aspecto de su vida privada. Al final, Maar reconocería que su amor por Picasso «la había reducida a cenizas. Una gran pira funeraria en la que ardí sin remedio».
De manera paulatina, la prometedora carrera fotográfica de Maar se desvaneció hasta quedar relegada a una mera observadora del brillo del genio. Sus fotografías desaparecieron del mercado y su trabajo se convirtió en un mero apéndice de la obra de Picasso, un registro fotográfico meticuloso y profundamente sentido de la vida privada y artística del pintor. Y a pesar de su auspicioso comienzo, la obra fotográfica de Maar terminaría aplastada por la importancia de su registro documental de Picasso y el movimiento artístico que inspiró.
Las críticas y la preocupación de su entorno no tardaron en llegar. La mayoría de quienes le rodeaban insistieron en advertirle que todo su trabajo artístico y fotográfico comenzaba a perder vigencia en favor de su retrato privado y personal sobre Picasso. Pero para Maar, el objetivo de «mostrar a Picasso» estaba por encima de cualquier otro. «Su reputación como fotógrafa pasaría a descansar en su documentación fotográfica del Guernica», escribe Louise Baring en su completísima obra sobre la vida de Maar Dora Maar: Paris in the Time of Man Ray, Jean Cocteau, and Picasso. Para Baring, era bastante obvio que Picasso no solo utilizó el talento fotográfico de Maar como espejo y reflejo de su extensa obra artística sino que además comenzó a asimilar la importancia de su legado a través de su registro. Pero Maar también fue fuente de inspiración pictórica y conceptual para Picasso. Según Victoria Combalía, autora del libro Dora Maar, más allá de Picasso, fue la artista quien brindó las bases ideológicas del que se ha llamado el cuadro más político e ideológico de Picasso. «Maar era muy de izquierdas», explica Victoria Combalía, «Insistía en que Picasso se comprometiera más con el bando republicano. Dora le decía que tenía que posicionarse». El resultado de esa nueva visión sobre la responsabilidad del artista con lo que ocurría más allá del estudio, dio como origen la gigantesca pintura, aclamada por su dureza y sobre todo, su impactante retrato de la guerra.
Dedicada exclusivamente a Picasso — su obra, su repercusión, pero sobre todo, a la relación que compartía con el artista — Maar documentó la compleja y larga creación del que se considera el mural más famoso del mundo: el Guernica. No solo se trató de un registro fotográfico del proceso técnico y artístico de elaboración de la obra, el talento de la fotógrafa le permitió detallar la metamorfosis de los personajes, la forma como la pintura se transformó en un potente y doloroso alegato contra la violencia y el horror. Pero más allá de eso, Maar se obsesionó con dotar a Picasso con la estatura de un colosal personaje, un artista incomparable que dotó de rostro y voz a uno de los episodios más dolorosos de la historia reciente española. Maar dedicó meses enteros al trabajo, por el que no cobró ni tampoco jamás reclamó derechos de reproducción, a pesar que por años Picasso los utilizó en todo tipo de publicaciones sobre su obra. «Fue un trabajo de amor», escribiría Maar sobre las fotografías, «no se me ocurrió la idea de ponerle precio».
Sin embargo, la complicidad artística no fue recíproca: Picasso consideraba a la fotografía un arte menor — mera documentación visual — y la mayoría del tiempo, menospreció el trabajo de Maar por considerarlo «mecánico y sin sentido real». A medida que la relación se hizo más profunda, Maar abandonó toda aspiración individual — y también, cualquier interés por la fotografía — y se entregó por completo al hecho de Picasso — su obra, su visión, su interpretación estética — como único hecho artístico válido. Picasso la pintaba casi con obsesiva determinación: plasmó su rostro en cientos de bocetos y cuadros, que muy pronto poblaron cada espacio del piso que compartían. «Picasso lo era todo, era quién señalaba el norte, el sentido y la manera de comprender lo que podía ser mi individualidad», contaría años después la fotógrafa. Aun así, se trataba también de un supremo acto de egoísmo del artista, más obsesionado con su búsqueda de motivo e inspiración que cualquier otra cosa. «Todos los retratos de Picasso son mentiras, son todos Picasso, ninguno es Dora Maar», diría Maar años más tarde, cuando se le preguntó sobre su cualidad inspiradora en la obra de Picasso. Poco a poco, Maar terminó por desaparecer, por ser un elemento más dentro de la colosal visión artística del autor. Dora Maar se convirtió en una anécdota casual, una sombra dentro del extrarradio que la personalidad de Picasso dominaba por completo.
Entonces ocurrió lo inevitable: en 1943 el pintor conoció a la joven pintora François Gilot y abandonó a Maar. La fotógrafa, tomada por sorpresa, se encontró aislada y rota en medio de una ruptura que no solo devastó su vida emocional, sino que además la dejó en medio de la ignominia. La fotógrafa no tenía medios económicos para sostenerse y en mitad del caos personal terminó en hospitales psiquiátricos en la que fue sometida a tratamientos de electroshock. Por casi dos años, Maar peregrinó entre auspicios de poca monta y vivió de la caridad de amigos y conocidos, al margen de la vida artística que había conocido hasta entonces. Le llevó casi cinco años recuperar la cordura y también la estabilidad económica.
«Cuando Picasso me abandonó todos se pensaban que me suicidaría. No lo hice para no darle esa satisfacción», escribió Maar al final de su vida. «La devastación de nuestra ruptura me acompañó como un padecimiento crónico». El psicoanalista Jacques Lacan se encargó de la recuperación psiquiátrica de la artista y con el correr del tiempo se haría uno de sus mejores amigos. «Maar sufría no solo por el desamor sino por la pérdida de cada elemento de su vida, de la mujer que había sido», diría el profesional, quien después le aconsejó buscar la religión católica una forma de estabilidad. «Después de Picasso, Dios», diría la fotógrafa, como un colofón para su durísima travesía a través del dolor y la angustia. Una puerta cerrada hacia su enigmática leyenda y sobre todo su inacabada obra artística. Un enigma que aún continúa asombrando y seduciendo la memoria colectiva.
☙
Aglaia Berlutti (Caracas, 1981). Abogada, escritora y fotógrafa especializada en el retrato, específicamente en el autorretrato y la autorepresentación. Columnista para medios como Contrapunto Venezuela y Prodavinci. Actualmente se desempeña como profesora de Autorretrato, Fotografía en Film e Historia de la Fotografía en Venezuela en la Escuela Foto Arte. Fotógrafa en la editorial FbLibros y colaboradora en diversos medios internacionales como Libero de Chile, Huffpost de México, Cultura Colectiva, Global Voices y Penumbria de México.
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La cabecera principal fue diseñada por Samoel González Montaño. Néstor Mendoza realizó la revisión del texto. La dirección fue de Faride Mereb.
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