Completado mi arreglo, padezco ante el tocador, sudando levemente bajo los polvos.
Abajo él espera.
De nuevo acaricio mis vestidos; descubro defectos, luego otros: siento ralos nudos en sus pliegues. Los he volcado sobre la cama destendida, mas sé que no podré elegir.
Frente al espejo bisilado, voy de un rincón a otro, a otro: uno los rincones con mis pasos. Mi tardanza es un arte, inútil rodeo a la perfección.
Es tarde; palidezco al llegar a la puerta: entonces estalla mi collar.
Abajo él espera.
Caen cuentas sobre el parquet, se esparcen como la mirada del amado, pupilas secas que me delatan. Me arrodillo, alzo la aguja y —una a una— en hilo rojo las ensarto.
No bajaré hasta haber terminado.
*
Nueve veces dicha, la palabra cobra dádivas de carne, se hace de heridas, y su linaje se extiende en nobleza y olvido. Nueve bocas y dos labios la han sellado: aún acecha cada esquina de esta casa, la más fiel de sus habitantes. En cada silencio su eco, en cada espejo rostro, hasta confundir a los elementos y hacerse madera, hierro, agua. Una palabra habrá de roer los cimientos y nos expulsará, vencidos.
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En París incontables vírgenes se congregan en las cornisas en busca de alpiste, y allí vierten el oro, sus crestas al viento. De los campanarios descienden de una a mil fuentes, y los turistas se agolpan en las ventanas. Al caer la tarde, el pan es retirado de los mostradores, y en los cementerios, oscuros insectos invaden las lozas. Las vírgenes desatan sus trenzas y apuran el último vuelo, evitando, con cautela, la muchedumbre de Beaubourg. Después, satisfechas, se pierden en la boca del metro.
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Antes me tendía, padre, como si fuera llevado de la mano hacia la cama, y lloraba, y callaba. Era mucha la ingratitud que de mí partía, y me sentí ciego, y sé que perdí Su favor. Creí ahogarme en la tierra que crecía adentro. Pero ahora, padre, la fe me abandona, he perdido la certeza: ella yace con el cuello roto al pie de la escalera, y es ella quien calla, y yo soy el vengado. Ya es tarde para nosotros. La tierra espera. Debo entrar en ella como ella ha entrado en mí.
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Cuando te retiras a tu cuarto, la franja negra bajo tu puerta queda en mí. Me acompaña, ofrece el extraño refugio que no hemos podido darnos el uno al otro. Sé que allí, en su centro, yace la inasible raíz de lo que nos separa. Trato de abrirme para entenderla, intento callarme; sin embargo, la franja se introduce en mi cuerpo, me divide: una vida a tientas entre extraños; otra, la verdadera, inmóvil frente a la puerta, fija en tu oscuridad.
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Tu cuello me entristece por solitario, por esa costumbre de desnudez, por la luz que lo rehúye aún en la mañana clara, cuando despiertas, y sientes que algo acaba de marcharse. Me entristece tras su sequía, cuando lo ocultas tras tus dedos, o bajo la insistencia de mis labios aviesos de tanta sed. Sé que resguarda, cruelmente, aquello que nadie ha tocado; lo más cercano al olvido fluye en sus pozos.
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Una mujer puede cambiar de un día a otro, de segundo en segundo, pero permanece en su nombre, en el agua que despide. Bebe cada año de un solo trago, sin muecas, mientras atiende a los deberes de sus venas. Podrá reír a destiempo, sentarse al borde de la cama y fingir aburrimiento; luego volverse, e inventar juegos con la llama conferida. Sabe que la muerte deviene y termina en ella misma, y lleva dos rostros contiguos: uno dormido, uno despierto.
Cuando se le confronta con esto, un hombre jamás admite saber de estas cosas. Siempre hay que explicarlas, con paciencia infinita.
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The bride hides her face in the darkened room. Slowly, she walks into the dim light. Her charred gloves somehow betray her gentleness, and the mossy tiles beneath her feet deaden the sound of her steps. Her back hardly sustains her. At the end of the corridor, she stops as though in doubt. Her blackened eyes span the empty hall, then rest before her. All so still, she thinks. All gone. She raises her skirt, turns briefly for one last glance, and closes the door behind her.
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La novia oculta su faz en el cuarto en penumbras. Lentamente, entra en el círculo de luz. Sus guantes carbonizados de alguna manera su delicadeza muestran, y las lozas musgosas bajo sus pies amortiguan el sonido de sus pasos. Su espalda apenas sostiene el peso de su cuerpo.
Al final del pasillo, vacilante, se detiene. Sus ojos ennegrecidos miden la sala vacía, luego se detienen ante ella. Tanta quietud, ella piensa. No queda nada, nadie. Alza su falda, vuelve la cabeza por última vez, y cierra la puerta tras ella.
☙
Estos poemas de la poeta y traductora Beverley Pérez Rego pertenecen a su libro Artes del vidrio (Fondo Editorial Pequeña Venecia: Caracas, 1992). La versión en inglés fue realizada por la propia poeta. La selección y transcripción estuvieron a cargo de Néstor Mendoza y Graciela Yáñez Vicentini, quien realizó la revisión del texto. El header fue diseñado por Samoel González Montaño, a partir de una fotografía de Ana María Yanes.
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