Desde hace días, querido amigo, estoy por contestar tu carta de comienzos de mes en la que me preguntas cosas acerca de la crítica literaria y sus métodos. He hecho varios intentos, pero como aquí estamos en Carnaval, es decir, rodeados de ruidos por todas partes, cada vez que he tratado de poner mis pensamientos en orden lo que me ha salido de dentro es comenzar una meditación sobre el silencio —diríase, casi, un ensayo sobre el silencio— partiendo de un bello libro que no sé si conoces llamado precisamente El mundo del silencio, de Max Picard, el texto de cuya contraportada tuve el honor de escribir hace ya algunos años y que empieza así: «Desde que el mundo es mundo, el hombre no ha dejado de maravillarse ante el ruido o el sonido articulado, por una parte, y su negación —el silencio—, por otra. Fray Luis de León, en el siglo XVI, hablaba del «mundanal ruido» y lo oponía a la «escondida senda» que, a través del silencio, conducía a la sabiduría. Y Anton Webern, en pleno siglo XX y en plena batalla dodecafónica, se complacía en decirles a sus discípulos que las pausas (los silencios del músico) sonaban bien. Mallarmé ya había entonado su himno a la compositora del silencio…». Las contraportadas tienen que ser breves (no más de veintidós líneas) y por eso no pude mencionar allí a otro compositor del silencio, el gran John Cage que, inspirado por las enseñanzas de Suzuki, o sea, por el budismo zen, ha logrado escribir el silencio dentro de su música de manera asombrosa.
Los atronadores ruidos carnavalescos me han hecho pensar también en lo que dice Eugen Herrigel, en su precioso librito La vía zen, acerca de la actuación teatral de los japoneses: «El autor logra su efecto no mediante un despliegue de patetismo exagerado y frecuentemente vacío, no mediante gestos arrebatados, sino por medio de una actuación como con sordina, conocida como arte mudo o interior. Este arte no se pierde en la emotividad y cada uno de sus pormenores está perfectamente formado. El espectador no ve solamente el movimiento puro, aisladamente, sino que sabe cómo interpretarlo en relación con sentimientos y estados de ánimo de todo tipo, juzgando la grandeza del actor por el poder que este tiene para expresarse en lo pequeño. Unas cuantas palabras, una inclinación de la cabeza, un movimiento de la mano o quizá simplemente de un dedo— esto le basta a un actor para hablar más elocuentemente de lo que podría si usara palabras. El teatro japonés (tanto el Noh como el Kabuki) está basado no en palabras —y aquí podemos percibir sus raíces budistas— sino en el silencio, de tal modo que el argumento no puede ser contado sino solo sugerido. Hay obras de teatro en que los actores, sin pronunciar una palabra, pueden mantener hechizado al auditorio gracias a una capacidad de expresión que ha sido llamada danza congelada o no danzante».
Como tú mismo puedes constatar, querido amigo, el ruido me está volviendo obsesivo con respecto al silencio. Pasemos, con un gran esfuerzo, a tus preguntas acerca de la crítica, aunque, en realidad, al hablar del silencio —atrevámonos a ser un poco zen— ya estaba ejerciendo la crítica, pues puse contacto en mi mente a Max Picard, filósofo del siglo XX, con un poeta español del siglo XIX, con un músico austríaco de la primera mitad de este siglo y con otro norteamericano de esta segunda mitad— para no hablar del teatro Noh y del profesor Herrigel…
Saber poner en relación intuitivamente una obra con otra, un texto con otro, es el primer principio de la crítica. Pero observa que, para poder hacer eso, hay que haber leído mucho y luego, como ha escrito Rilke, olvidarse de todo lo leído, almacenarlo en el inconsciente, para luego —último paso— recordarlo en el momento oportuno. La memoria como vivencia profunda que te permite relación, conectar, encadenar.
Pero tal vez voy demasiado rápido. Antes de hacer el cotejo, tendrías que decidir cómo vas a considerar la obra en cuestión, si como objeto o como sujeto. Recuerda lo que escribe Gérard Genette en Figures: «…la crítica inmanente puede adoptar ante una obra dos tipos de actitud muy diferentes, e incluso antitéticos, según considere la obra como objeto o como sujeto». Los estructuralistas ven la obra como si se tratara de una cosa y, en la persona del autor, considerado como «otro», descubren un objeto, mientras que la crítica intersubjetiva, ejercida tan admirablemente por Georges Poulet, considera la obra y su autor como un sujeto, siendo el pensamiento crítico como un hermano del pensamiento criticado. Para este segundo tipo de actitud (también llamado hermenéutica por Paul Ricoeur), «el sentido de una obra no es captado mediante una serie de operaciones intelectuales, sino que es revivido, retomado como un mensaje antiguo y, al mismo tiempo, renovado». La crítica hermenéutica da excelentes resultados cuando se la aplica a textos con un excedente de sentido siempre presente e inagotable (después de todo, es el tipo de crítica que se ha aplicado a los textos judaicos y helénicos), mientras que la crítica objetiva surte mejores efectos sobre textos totémicos, difíciles de descifrar, cuyo sentido remoto se presta con gusto a las operaciones de la inteligencia estructural. Puedes imaginarte el vasto terreno por explorar con este método: literaturas lejanas, infantiles y populares (melodramas, novelas por entregas, mass media, etc.).
Hay que añadir inmediatamente que estos dos tipos de crítica no constituyen valores absolutos, pues alguien ha dicho, creo que el mismo Genette en su ensayo, que para un melanesio el análisis estructural sería aplicable a nuestra Biblia. En todo caso, lo importante es establecer qué tipo de actitud uno va a adoptar ante una obra dada. Es posible incluso mezclar sabiamente las dos actitudes.
Paso ahora a otra cosa: el problema de la dicotomía «fondo» y «forma». Y te contesto rápidamente citando a Nietzsche: «Se es artista siempre que se sienta como contenido, como cosa en sí, lo que los no-artistas llaman forma». O a Focillon: «el contenido fundamental de la forma es un contenido formal». O a Yuri Lotman: «La idea en arte es siempre un modelo, pues reconstruye una imagen de la realidad. Por lo tanto, fuera de la estructura, la idea artística es inconcebible. El dualismo de la forma y el contenido debe ser reemplazado por el concepto de la idea que se realiza en una estructura adecuada y que no existe fuera de esa estructura». Palabras sumamente claras y que se basan en un conocimiento muy profundo de la teoría de la comunicación. A cada cambio de forma, podríamos decir, corresponde un cambio de contenido. La idea de una obra artística se expresa en toda la estructura de la obra; la idea de una catedral se halla en toda la catedral, no en uno solo de sus ladrillos o sus arcos. El plano de un edificio (la comparación es del propio Lotman) no está escondido en una pared de dicha construcción, sino en toda su estructura. ¿Será posible, después de esto, seguir hablando de fondo en contraposición a forma? Francamente, querido amigo, creo que no. Protejámonos, por lo tanto, de caer en la falsa representación que de la literatura se hacen algunos lectores y que consiste en pensar que se trata de un proceso para expresar larga y bellamente las mismas ideas que podrían ser expuestas sencillamente y brevemente.
Toda estructura semiótica está atenida a la siguiente regla: «la complejidad de la estructura se presenta en una dependencia proporcional directa con respecto a la complejidad de la información transmitida», y es por esto por lo que Tolstoi escribió, con relación a la idea principal de Anna Karénina: «Si quisiera decir por medio de palabras todo lo que traté de expresar mediante esa novela, me vería obligado a escribir una novela exactamente igual a la que escribí primero». Y, más adelante: «Y si los críticos ya comprenden y pueden expresar en folletín lo que quiero decir, los felicito…». Dicho con otras palabras, el famoso poema breve de Ungaretti que dice:
M’illumino
d’immenso
no puede ser expresado de ninguna otra manera. ¡Y qué complejo es!
Paso ahora a lo que me preguntas sobre los códigos. Sí, efectivamente, toda lectura de una obra dada presupone la existencia de un emisor, que la codifica de acuerdo con su propio código, y de un receptor que, para poder descodificarla, tiene que conocer, aunque sea parcialmente, el código en que dicha obra está codificada. Cuando ambos códigos coinciden, se da el fenómeno de la llamada «estética de la identidad». Un lector que posee el código modernista no tiene ningún problema serio al abordar un poema de Darío; pero puede darse el caso de que el receptor trate de imponer al texto su propio código artístico: por ejemplo, que uno trate de leer con un código modernista «Piedra de sol» o un poema concreto de Haroldo de Campos. Ya puedes imaginarte los desastrosos resultados que esa lectura daría, ¡entre ellos el de no leer esos textos como poesía!
Sé que te preocupa el problema de la «significación» y, en particular, el de si un texto tiene o puede tener determinación estrictamente monosémica. Te contesto tus preguntas con otra cita de Lotman: «…una determinación estrictamente monosémica de la significación de un modelo artístico es posible solo mediante su trascodificación al lenguaje de sistemas modelizantes no artísticos. El modelo artístico es siempre más amplio y más vivo que su interpretación, y la interpretación es posible solo como aproximación. Y es a esto igualmente a lo que está ligado un fenómeno común según el cual, en el momento de la transcolocación de un sistema artístico a un lenguaje no artístico, siempre queda algo intraducible: la superinformación que es posible solo en el texto artístico». Después de tantas citas en estilo especializado y técnico, creo que es mi deber señalarte algo. Cierta crítica periodística reciente en nuestro país tiende a remedar los excesos de terminología y los bizantinismos que pululan en lo que escriben académicos como Julia Kristeva, Jacques Derrida, Gilles Deleuze y otros, allí en Francia. Esto es peligroso para la crítica no académica sino simplemente humanista, ya que es un gravísimo error, como hace notar Renato Poggioli en un libro que ha influido mucho en mí, escribir textos críticos más recónditos y arduos que las obras mismas que uno se propone analizar. El intérprete debe ponerse al servicio de la obra y no al revés. “El arte, escribe Poggioli, puede ser aristocrático, misterioso o ambiguo, pero la crítica siempre debe ejercer una función democrática, es decir, educadora y esclarecedora”.
Basta por hoy. Espero sinceramente que estas consideraciones y citas te sean útiles en tu aprendizaje de crítico…
☙
El texto «Carta a un amigo sobre la crítica» forma parte del libro La búsqueda sin fin (Monte Ávila Editores: Caracas, 1993), del ensayista venezolano Francisco Rivera. El header fue realizado por María Núñez, a partir de un retrato de Vasco Szinetar. Graciela Yáñez Vicentini realizó la revisión del texto.
Muchas gracias por tomarse su tiempo en reseñar tan elaboradamente este artículo.