1. Aquí está ella. Ella está en la mitad del río. Atrás la pendiente aguda de una colina cae, paralela a los tallos de los árboles que la protegen de la brasa solar del mediodía, como si el mundo se hiciese un eco de su cabellera ondulada, sus manos juntas sosteniendo algo: un ramo de hojas secas. ¿Qué hace ella aquí? ¿De dónde ha venido? ¿Por qué se ha detenido justo en medio del río, encima de una piedra? Su traje es doméstico y urbano, pero ella está sola, mirando de perfil, ignorando a quien la mira, a quienes la miramos. La fotografía atraviesa el río, de orilla a orilla, indiferente al ojo que la atraviesa a ella. Todos se ignoran: ella se ignora, absorta en medio de la corriente dulce de aquella agua oscura, su reflejo clavado en su sombra. Allí estuvo él, Alfredo Cortina. Pero ella lo ignora; ambos nos ignoran. La imagen es dos triángulos —uno de luz y de tierra; otro de sombra y de árboles— que se oponen. Y en el medio una efigie.
Lo que deberíamos saber, para comenzar a mirar a Alfredo Cortina es que durante muchos años, sin pretenderse «fotógrafo», sólo siéndolo, en complicidad con su compañera de vida, la gran poeta Elizabeth Schön, se ocupó en registrar su imagen, de manera sistemática y continua, en todas las situaciones imaginables ante las cuales pudo ella quedarse para siempre detenida por efecto de la sal de plata que atrapa a la luz en la imagen: ante lo más ordinario del mundo, y ante lo más inesperado; delante de la sólida frontalidad de las cosas (y detrás la inmensidad); ante lo opaco de la materia que no refleja cuerpos (y detrás los espejos naturales); ante las ventanas, los puertos, los urinarios, las ruinas, las torres absurdas, los desechos, los jardines, las montañas, los mares, las piedras, los puentes, los abismos, las planicies.
De esta conmovedora obsesión por ella, con ella ante el inclasificable desconcierto del mundo, solo podemos concluir que Alfredo Cortina, que no era «fotógrafo», re-inventó entre nosotros a la fotografía, la fundó en sus términos más contemporáneos. Algo me hace intuir que Alfredo Cortina estaba más allá de su propia modernidad: que no era el suyo un menester apocalíptico o sublime, que no quería con sus fotos destruir la fotografía, o banalizarla —estilo Man Ray o estilo Marcel Duchamp. Tampoco quería, como cada uno de nuestros tardíos maestros fotógrafos modernos –estilo Alfredo Boulton, Fina Gómez, Carlos Herrera o Ricardo Razetti— encontrar «la» imagen, la foto única y definitiva. No: Alfredo Cortina sólo construyó un archivo, nada más y nada menos como August Sander, pero a diferencia de aquel dramático repertorio de todos los habitantes de un mismo mundo, éste de Cortina es el archivo incesante de un solo habitante, y muchos mundos. Alfredo Cortina construyó un sistema de imágenes quizás porque era consciente, como diría Villem Flusser, que «lo incomparable es incomprensible», que solo en su diferencia con otras imágenes pueden las imágenes llegar a significar algo. Estaba con ello Cortina, sin saberlo explícitamente, imbuido de una modernidad que iba más allá de lo moderno, de una modernidad capaz de abrirse campo más allá de sus propias contradicciones. Alfredo Cortina construyó un Atlas para Elizabeth.
~
1 Villem Flusse, Post-History, Minneapolis: Univocal, 2013.
5. Vamos a suponer que ha vuelto, que están de nuevo en las cercanías de Macuto. Ella de impecable blanco, con su cartera de rayas a la moda.
Vienen de la gran ciudad: el automóvil de época —quiero imaginar un imponente Oldsmovil negro, modelo 1950— así lo indica en su fragmentaria presencia al borde de la imagen.
Ella mira hacia Naiguatá
De nuevo, ella no nos mira.
No hay, por lo tanto, retrato.
Hay imagen, no en balde.
Porque las imágenes no hablan, porque son mudas como los animales que no hablan, nosotros sentimos la irrefrenable necesidad de hacerlas hablar. De proyectarles nuestras palabras. De imponerles lo que queremos que nos digan.
En Macuto, aún, estaba Reverón. No pintaba ya playones. Se pintaba a sí mismo y a sus majas, a sus bailarinas, a sus muñecas. Pero en todos y cada uno de aquellos playones que había pintado, en cada uno de aquellos paisajes donde la montaña agoniza como una nube quemada en la planicie sepia del mar en sus telas, a través de uveros, detrás de las grandes piedras húmedas, donde el mar revienta, estaba Reverón mirando: hacia Naiguatá.
9. Ella se ha disfrazado: es Carnaval y lleva máscara.
Ella tiene un antifaz negro, y es extraña e inquietante. Parece más alta: se me ocurre pensar que es un gigante.
De todas las imágenes que he visto realizadas por un fotógrafo venezolano esta es la que más me recuerda la obra de Diane Arbus: aquí ella es un monstruo. Pero no deja de ser tan normal, tan humana, tan ordinaria detrás de su máscara.
Uncanny: inquietamente extraña. Los largos guantes de encaje, la mariposa negra que funge de adorno en el bajo de la falda larga, el desorden del cuarto que no esperaba ser escena de retrato para nadie, la ausencia de decorum en el exceso de vestimenta, todo aquí constituye una extrañeza inquietante.
El antifaz es el punctum: lo que «me atrae, me hiere, me conmueve y al mismo tiempo atraviesa, zebrea, azota, molesta (…) ese azar que en la foto me apunta (pero también me mortifica y golpea)», escribe Hubert Damisch citando a Barthes6: una marca que carecería de potencia de trazado, una ‘pequeña mancha’, una ‘incisión pequeña’. Como para alejarnos de toda duda, Alfredo y Elizabeth decidieron no verse cuando se retrataban, decidieron repetidamente que ella mirara hacia otro lado, que sus ojos se hiciesen extrañamente estrábicos. Con el antifaz, el asunto es aún más claro, más literal, más violento si se quiere: el antifaz está aquí para borrar los ojos. Para que quien mire, si mirara, mire sin nombre.
~
6 Hubert Damisch: Traité du Trait, Paris: Musée du Louvre, 1995, 19.
11. Ella ha salido de compras en la gran ciudad, y está frente a la vitrina: ella está ante un espejo.
Una vez más la meticulosa decisión de escenificar la imagen con una pose definida y exacta hace de esta imagen —antecedente elegante de alguna foto de Paolo Gasparini— una imagen-retrato, una imagen teórica.
La teoría de esta imagen es su reflejo, donde se compone un encuentro improbable de ella con el paisaje. Porque ella se refleja en la vitrina que deja ver el acaso surreal de las mercancías, como en la obra maestra desconocida del señor Frenhöfer en la que el caos irreconocible dejaba ver un pie: aquí un zapato; pero también maniquíes, sombras, escrituras, ella en su reflejo, los automóviles, la ciudad, la montaña.
La montaña: la ciudad.
En esta foto Cortina ha hecho visible su lealtad al paisaje de Caracas dejando en el reflejo el perfil rotundo del Ávila dominar la imagen.
Yo he visto este reflejo, lo que este reflejo describe, en un cuadro de Bernardo Monsanto: son las mismas suaves colinas que caen hacia los mismos mesurados cubos blancos; son las mismas nubes que acarician el lomo de la montaña; es la misma montaña, la misma tarde tenaz en la imagen.
Es una clave para la representación: la imagen signatura de un lugar. En el fondo de la vitrina, apenas visible a través de la confusión del reflejo hay un cortinaje: es la cortina de la representación que se abre para dejarnos ver su modelo, su arquitectura, su idea.
Ella está ante el espejo y si no estuviese allí precisamente donde la juntura del ventanal la atraviesa de largo a largo, quizás, veríamos en su reflejo su mirada mirándonos, mirándolo.
Pero ella está ante el espejo y su reflejo se ha roto, su mirada atravesada por la imagen.
☙
Alfredo Cortina (Valencia, 1903-1988). Pionero de la radiodifusión y televisión en Venezuela, publicista, cronista y fotógrafo. La afición por la fotografía comenzó a los 14 años y continuaría a lo largo de toda su vida. Fue también guionista de televisión, autor de radionovelas y programas culturales, así como de obras teatrales. Es autor de los libros Breve historia de la radio en Venezuela, Contribución a la historia de la radio en Venezuela y Caracas, la ciudad que se nos fue. Estuvo casado con la poeta Elizabeth Schon, protagonista de casi todo su trabajo visual. Ambos formaron parte del Grupo de Los Rosales, donde compartían tertulias y fiestas con destacados artistas y escritores venezolanos. Parte de su obra fotográfica fue publicada en el libro Fotografía urbana venezolana, 1850-2009. En el 2012, su obra participó en la XXX Bienal de São Paulo. En el 2014, veinticinco imágenes suyas se incorporaron al Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMa).
~
Luis Pérez-Oramas (Caracas, 1960). Ensayista, poeta, historiador y curador de artes visuales. Doctor en Ciencias Sociales por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Curador de arte latinoamericano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Ha publicado los poemarios Poemas (1978), Salmos y boleros de la casa (1983), La gana breve (1991), Doble siesta (1994), Gacelas y otros poemas (1999) y Gego-Anudamientos (en colaboración con el diseñador Álvaro Sotillo y la fotógrafa Gabriela Fontanillas, 2004). Posee tres títulos en la Editorial Pre-Textos (Valencia, España): los poemarios Prisionero del aire (2008) y La dulce astilla (2015), y el libro sobre tauromaquia Olvidar la muerte (2016). En el ámbito de las artes visuales, ha publicado Armando Reverón, de los prodigios de la luz a los trabajos del arte (1990), La década impensable y otros escritos fechados (1996), Mirar Furtivo (1997) y La cocina de Jurassic Park y otros ensayos visuales (1998). Sus artículos periodísticos, en los cuales pone de manifiesto su postura crítica ante la situación socio-política venezolana, están reunidos en La república baldía (2015).
~
Los textos de Luis Pérez-Oramas pertenecen al trabajo titulado Alfredo Cortina: Un atlas para Elizabeth, el cual forma parte del catálogo Alfredo Cortina. Fotografías (Archivo Fotografía Urbana/Sala Mendoza: Caracas, 2015). La selección, transcripción y revisión de los textos estuvieron a cargo de Néstor Mendoza. El encabezado fue diseñado por Samoel González Montaño, a partir de un retrato de Vasco Szinetar.
Deja un comentario