Whitney Museum of American Art

I

La mejor obra de arte del Whitney Museum
no está en las salas de Whitney Museum
no es un Pollok
no es un Warhol
no es un Lichtenstein
es la obra quizás de un granjero rubio de Alabama o de Memphis
de cualquier parte del oeste o del sur
de los Estados Unidos / extensos y tantos
de Idaho
de Colorado
de Texas quizás
y de una mujer morena
tal vez de sangre eslava / tal vez de sangre griega
el agua pintada en los ojos / tal vez como en los ojos
de Greta Garbo / una luz elástica / marina
de Naxos
de Paros
de Imbros
de Corinto / azules
hija de inmigrantes marinos
comerciantes modestos de New York

II

Burt Lancaster hubiera podido ser su padre
alto como un obelisco
y Ava Gardner su madre
en el color aceituna o violeta de sus islas natales
y haberlo concebido en una noche
como las noches de las películas / donde todo refulge
como la noche en que debió ser concebido Paris
bajo el cielo constelado

III

No / no está en las salas del Whitney Museum
la mejor obra de arte del Whitney Museum
sino en los salones de su restaurante iluminado
un mesonero que va y viene
con algo de artista en la mirada / con algo de artista en el vestir
un Gatsby / una palmera rubia que se dobla y va y te mira
y son los propios ojos de James Dean los que te miran
recibiendo los pedidos del almuerzo
sirviendo el té de esas señoras / que en la tarde
hablan de modas o de Styron
de Rothko
de Cage
y hacen sonar sus pulseras de metales / sus anillos de piedras
contra las copas / llenas de clara Perrier o vino helado
mientras él va y viene
va y viene / como uno de esos empleados de los grandes hoteles
que pasan fugaces
por las escenas de una de las películas de Visconti
y anota los tomates tuna y las ensaladas césar
y sonríe a cada llamada con su mejor sonrisa

IV

No / no está en las salas de Whitney Museum
la mejor obra de arte del Whitney Museum
la mejor obra de arte de todo el arte americano
sino en los salones de su restaurante iluminado
y es un Ganímedes retirando los cubiertos
sirviendo cada copa / es una espiga
una rama dorada / una plamera rubia que se dobla
y acaso se llama Allan o David
y se apellida Wilson o Smith
y no aparece en ninguno de los libros de pintura
ni en los catálogos de las galerías
la mejor obra de arte de todo el arte americano
anda por el Village
tomando un autobús
en Washington Square

 

 Contemplar el mundo agudamente no redime

El país más rico del mundo tiene pobres
y hace falta vivir en él
para darse cuenta: Washington
es blanca, como nieve
por cuyas venas corriera siempre fango, dice
mi amiga de Maryland; hay barrios
promiscuos como este pecho, y se señala,
en el país más rico del mundo,
de apartamentos mal ventilados
y bajantes que se obstruyen como en un cuerpo
de venas escleróticas. El ascensor
ya no sube ni baja por la tráquea vacía
donde retumba un eco en la noche semejante
a una taquicardia; sé
que en dos o tres o cuatro puntos
del planeta hay
una guerra distinta desatada
en este instante; ciertamente nada
llegamos a saber de los motivos, pero vemos
famélicos cuerpos de náufragos
en el país más rico del mundo, y ahora mismo,
en los más pobres, vemos moscas
ocupando el lugar de los ojos, cráneos
enormes y transparente carne y no sabemos
si hacemos algo contra todo eso apenas
porque tenemos rabia y apretamos
los puños con inútiles
movimientos de cabeza preocupados; pero
cuando por casualidad una se corta
afeitándose las piernas, dice,
ya para mí es una catástrofe
la más mínima sangre; en la oficina
no veo la hora de que llegue el momento
plácido –esa luz si es primavera,
o verano– de la merienda
para saciarme, incapaz
de soportar un minuto de hambre en el país
más rico del mundo.

En el país más rico del mundo ni remotamente
llegamos a saber nunca ni la causa
ni el efecto de la furia desatada; la palabra
bombardeo tiene ahora sólo
un retumbante efecto rítmico en la página; ese rostro
abolido una mañana de Basora es, en cambio,
la contrapartida nada metafísica del mundo
que supera siempre a la metáfora, cualquier lujo
de la frase siempre
por debajo de la vida,
o de la muerte, nada
frente al traqueteo de las ráfagas
en la noche arrasada de Bagdad; no basta
contemplar el mundo agudamente y mantenerse
informado, no basta
con formarse una opinión; el sentimiento
de culpa por debajo ronda; apagado
en medio de tanta complacencia
el remordimiento frente al hecho
de que nunca intervenimos sobrevive, el tedio
que ocasiona el pensar siguiera
en eso, la desganada esperanza,
están royendo, socavando
la confortable tranquilidad, la paz
del alma, en el país
más rico del mundo; ¿por qué
te extraña tanto entonces
que nos tendamos desatentos
en nuestras sillas de extensión alrededor
de una piscina? –¿qué querías?–; sabías trampas
para caer en la benéfica inconsciencia y esquivar
las minas o las bombas de esta o de otra guerra; adjetivarlo
todo, por ejemplo, o esparciendo
denso humo tras las cosas
arrasadas o sembrando
sal en la memoria, en el país
más rico del mundo: Washington,
blanca como nieve
por cuyas venas corriera siempre fango; escribir,
llevar un diario, rebuscar
el esplendor en lo huidizo
del ordinario mundo que se escapa; hacerse asiduo
de un modesto vicio al menos, fanático
de algo, comúnmente
de un deporte, haciendo planes
para las vacaciones venideras, practicando,
mientras podamos,
el difícil arte del olvido.

 

Estos poemas pertenecen al libro Estación de tránsito (Caracas: Fondo Editorial Pequeña Venecia, 1992), del poeta y crítico Rafael Castillo Zapata. El header fue diseñado por Samoel González Montaño, a partir de fotos de Vasco Szinetar (fotos 1 y 3) y Lisbeth Salas (foto 2). La selección de los textos estuvo a cargo de Diosce Martínez y Graciela Yáñez Vicentini y la transcripción a cargo de Alejandro Sebastiani Verlezza.