“Te adjunto las dos versiones (una larga y otra corta) del texto que escribí sobre mi biblioteca, tal como te comenté. De ser posible, me gustaría que se publicara la versión larga, por ser explicativa de la selección que hice y por conformar en sí misma una suerte de relato. De todas maneras, si las limitaciones de espacio lo impiden, puedes usar la otra, la más corta. También adjunto una serie de fotos, para que dispongan de ellas de acuerdo a su mejor criterio. En caso de que publiquen la versión larga, te agradecería que le cambiaran el título al ensayo por ‘Mi pueblo nómada‘.
Mil gracias y un abrazo,
Arturo”.
Toda infancia está sujeta, más que otras zonas de nuestra experiencia vital, a la maleabilidad de una memoria anclada en un ámbito de difusas fronteras, donde los recuerdos de lo factual y lo imaginado coexisten y se yuxtaponen de modo indiferenciado. Ello, no obstante, no pondrá en cuestión el grado de enraizamiento que algunas verdades íntimas, asimiladas en esa etapa de nuestras vidas, habrán de tener en nosotros por el resto del trayecto que nos corresponda encarar la existencia. Borges afirmaba que no tenía recuerdos de que hubiese existido un tiempo en que no supiera leer. Esta aseveración, una entre miles de boutades del genio bonaerense, si bien, en su caso, se postula como prueba de una precocidad singular, en el mío sería sobretodo evidencia del registro de un cambio de época en que la lectura ya había comenzado a convertirse, para buena parte de la población venezolana, en un bien adquirido, justamente, en esa fase de la vida donde todo se hace pertenencia sin memoria de su aprendizaje. Esa fue la vivencia que tuve en la Caracas en la que nací, en 1962, en el seno de una familia de clase media, sin mayores bienes de fortuna, pero con una muy arraigada estimación por los valores formativos del arte y la cultura. Quizás por ello, además de no recordar aquellos tiempos en que no sabía leer, no acuden a mi memoria, tampoco, recuerdos de un hogar donde no existieran los libros. Las bibliotecas de mi abuelo y mi padre fueron lugares donde mi curiosidad de niño encontró distracción durante muchos momentos de la infancia. Ya después, durante la adolescencia, fue mucho el provecho que saqué de las horas de lectura ofrecidas por esos libros. Varios de ellos forman parte del equipaje que me ha acompañado, al menos en los últimos 30 años, en los distintos lugares donde he vivido. Aún recuerdo el día cuando descubrí, entre las pertenecías de mi abuelo, un libro que desde entonces ha formado parte de los míos: una edición de El cementerio marino, de Paul Valéry, traducida por Rafael Olivares Figueroa, publicada por el Grupo Viernes, en Caracas, en 1940, con tiraje de 300 ejemplares encuadernados en tela y numerados para suscriptores. También, entre esas páginas ya marchitas que mucho leí y manoseé, tomadas de la biblioteca paterna, hay dos que significaron sendas revelaciones en mi vida, como seguramente pudieron serlo en las vidas de muchos otros jóvenes inquietos, que habiendo llegado tarde a la psicodelia y al hippismo (que no al hipismo, al cual me ligó cierta afición en la niñez, también aprendida de mi padre) tuvieron tardías noticias del existencialismo y del rock sinfónico en las postrimerías de los años setenta del pasado siglo. Me refiero a una edición de El lobo estepario, de Hermann Hesse, de la editorial mexicana Colón, de 1949, y una de El proceso, de Franz Kafka, publicada por Losada, en Buenos Aires, en 1961. Esos, entre muchos otros libros viejos, pero no necesariamente envejecidos, los cuento entre mis herencias más preciadas. De ellos dejé testimonio, en un poema que escribí a finales de la década de los ochenta, titulado «De mano en mano», publicado en mi primer libro, Al margen de las hojas (Monte Ávila, 1991). Las dos primeras estrofas de ese texto lo certifican: «En los anaqueles de mi cuarto/los libros también llevan el itinerario de los días,/recostados unos contra otros se agrupan en diáfana convivencia/respetando las jerarquías que impone la edad.//Los más ancianos, los elegidos, son quienes/dictan el rumbo de este pueblo nómada,/habituado, de mano en mano, a la errancia y al olvido».
Con ese pueblo nómada me he movido por la vida a lo largo de los años, y a estas alturas me siento más parte de él que de cualquier otro al que pudiera pertenecer. Por eso, si me preguntaran cuáles de los libros que conforman mi biblioteca son «imprescindibles», cualquier respuesta me resultaría una traición, una deslealtad, un ejercicio imposible. Si no a todos, a una considerable cantidad de ellos estoy unido cordialmente, es decir, con el corazón. Cada uno guarda un recuerdo, es el testimonio de una o varias circunstancias de vida, el legado de un tránsito compartido. Dado a la tarea de escoger unos cuantos, entre tantos, me inclinaría por conformar familias entre ellos en las que se escondiera, tras alguna imprevista red de parentescos, una historia secreta y común, tal vez la revelación de un insospechado destino. Por limitaciones de espacio, no será este el lugar donde pueda dar cuenta de esa trama de relaciones entre algunos de mis libros, dejo sin embargo constancia de que la lista que ofrezco no es otra cosa sino el resultado de azarosas y secretas circunstancias que fueron anudándolos a lo largo del tiempo, ese ha sido el criterio que ha privilegiado esta breve selección:
- S. Eliot. The Waste Land. A facsimile and transcript of the original drafts, including the annotations of Ezra Pound. London: Faber & Faber, 1990.
- S. Eliot. The Love Song of J. Alfred Prufrock/A Cançao de amor de J. Alfred Prufock, edição bilingue do poema e dum texto crítico de E. Pound. Prefácio e tradução de João Almeida Flor. Lisboa: Assirio E. Alvim, 1985.
- Mark Strand. Selected poems. New York: Atheneum, 1984.
- José Emilio Pacheco. El silencio de la luna. México: Era/Casa de Poesía Silva, 1996.
- Charles Simic. Hotel Insomnia. New York: Harcourt Brace Jovanovich, 1992.
- Charles Simic. El sueño del alquimista. México: UNAM, 1994.
- Fabio Morábito. Caja de herramientas. México: FCE, 1989.
- Gabriel Zaid. Ensayos sobre poesía/Reloj de sol/Crítica del mundo cultural. México: El Colegio Nacional, 1993, 1995, 1999, respectivamente.
- Roberto Bolaño. Los detectives salvajes. Caracas: Monte Ávila/CELARG, 1999.
- Sor Juana Inés de la Cruz. Invitación castalida/Fama y obras posthumas/Segundo volumen de sus obras. México: Facultad de Filosofía y Letras: UNAM, 1995.
- Joseph Brodsky. A Part of Speech. New York: Farrar, Straus, Giroux, 1980.
- Wislawa Szymborska. View with a Grain of Sand. Boston: Houghton Mifflin Harcourt, 1995.
Una biblioteca puede ser muchas cosas, entre ellas, una forma de tributar la amistad, pero también una manera de entender la complicidad con todos aquellos que en algún momento también decidieron hacer de sus vidas una faena acompañada de libros. Todos estos volúmenes esconden anécdotas y en varios de ellos hay palabras que de puño y letra sus autores me han obsequiado. Hoy forman parte de mi familia más íntima, esa que llevamos por dentro, estemos donde estemos. He tenido una vida parcialmente nómada, por eso y sin al principio haber caído en cuenta de ello, fui conformando mi biblioteca con un número cada vez mayor de ladrillos y tablones de pino, donde poder ir aposentando mis libros durante el transcurso de la vida. A veces, como en esta ocasión, me he visto forzado a estar alejado de ellos, de mis libros y de mi biblioteca, de una parte sustantiva de mis afectos. Tengo, sin embargo, el privilegio de saber que en sus páginas, en los muchos instantes en que su lectura impregnó mi memoria, he de encontrarme siempre dialogando entre amigos: conmigo y con ellos.
Norman, Oklahoma y septiembre de 2017.
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Arturo Gutiérrez Plaza (Caracas, 1962). Poeta, ensayista y profesor universitario. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Al margen de las hojas (1991), De espaldas al río (1999), Principios de Contabilidad (2000), Pasado en Limpio (2006) y Cuidados intensivos (2014). Entre sus libros de ensayos, investigación literaria y antologías, se cuentan: Lecturas desplazadas: Encuentros hispanoamericanos con Cervantes y Góngora(2009), Itinerarios de la ciudad en la poesía venezolana: una metáfora del cambio (2010), Las palabras necesarias. Muestra antológica de poesía venezolana del siglo XX (2010) y Formas en fuga. Antología poética de Juan Calzadilla (2011). Ha obtenido, entre otros: el Premio de Poesía Mariano Picón Salas (Venezuela), en 1995; el Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz (México), en 1999 y el Premio Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (Venezuela), en 2009. Es profesor titular jubilado de la Universidad Simón Bolívar (Venezuela) y actualmente se desempeña como profesor visitante en la Universidad de Oklahoma.
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La cabecera principal fue diseñada por Samoel González Montaño, a partir de un retrato de Ximena Pulido. Néstor Mendoza realizó la revisión del texto. La dirección fue de Faride Mereb.
Magnífico texto de mi buen amigo y poeta Arturo Gutiérrez. Felicitaciones para él por tan excelente “bibliotecazo”. Saludos de mi tía Eloína, Arturo