A Salmerón Acosta le favorece el halo de fatalidad que lo regresó al lar nativo. Predestinado desde muy joven para esa secreta fuerza que de algunos hombres da la síntesis de todos los demás, pudo con esa popularidad de su genio sobrevivir a cualquier desmayo o desesperanza. Poseído de cierto instrumental poético y al alcance suyo la estética lírico-modernista de la época, logró trasmutar la impotencia a que lo arrojaba la enfermedad, en canto de cisne.

La epopeya de su dolor la compartió, con entrega pocas veces vista, un pueblo de pescadores que siguiendo su calvario pudo sentir la oración y el poema. Entre esos magnánimos hombres de mar se coronó primero el poeta; y entre ellos, -nada mejor para su memoria futura- se agigantó la leyenda del poeta lacerado.

Luego vendría la consagración por parte de sus amores y sus amigos. la palabra humana y fervorosa de Dionisio López Orihuela sería una de las primeras en poner de relieve el martirio y el granado verso, que caía lastimero, de la floración de un poeta que se redimía de la enfermedad escribiendo el tránsito de su dolor.

Hay que deslastrar a Cruz Salmerón Acosta del retoricismo gratuito de quienes se acercan a su obra con fines más propagandísticos que literarios. Los hay quienes confunden la odiosea de su llanto con la odisea de la palabra poética. Magnificar a Salmerón Acosta más allá del límite que impone su obra, es hacerle daño. Bastante claro fue López Orihuela. Tuvo el aserto al señalar que «está más allá de la estética»; e insistió: «repito que Salmerón Acosta está más allá de la estética».

Cruz Salmerón Acosta es un poeta que nos conmueve, nos lastima y nos llaga, porque comprendemos el martirologio de los verdaderos solitarios, más allá de la muchedumbre.

 

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La edad del hombre podría ser su edad. Edad del hombre entendemos, estrechamente unida a una cosmogonía, a una visión de sí y del entorno; sin que implique necesariamente el credo de una civilización. Entonces viene ella de valles y montañas, ríos y mares, donde sus cultores iniciales adoraban al sol y a la luna. En la remota antigüedad las divinidades tuvieron su esplendor, su diáspora y su decadencia. Hoy son otros los mitos, aunque dejamos de sospechar que el culto lo mantienen los mismos misterios que iniciaron y dieron a la humanidad el primer poeta conocido: Orfeo. Cierto que nuestros cielos han sido barridos por sputniks, apolos y challengers; pero no así, Deo gratias, los cielos de la imaginación. ¿No es así, maestro Jung?

 

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En el proceso de construcción del poema es conveniente levantar el edificio entero. Es falsa aquí la ceremonia de quien pone la primera piedra. Tal vez sea más aceptable el «primer peldaño» que tanto preocupa a Eumenes en el poema de Kavafis, donde dos versos son determinantes: «Ese primer peldaño/está muy lejos del mundo profano».

 

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Eres objeto de amor o sujeto de amor. Ligar estos contrarios es el espejismo de todo enamorado. Pero, ¿cuánto tiempo dura estar enamorado? El constante uso gasta cualquier superficie, los elementos se corrompen, la destrucción avanza. Si el amor dura un día, agótalo, porque mañana te impondrás el deber de inventarlo. Yo he inventado el amor y su parricidio.

Se crea el amor como se crea un poema. Hay poemas perdurables, son los que no oscurece jamás el tiempo, tienen luz propia, son estrellas. Algún día, si creemos en la entropía, también desaparecerán. Pero otra ley, la de probabilidades, dicta que el suceso puede repetirse, es decir, puede ser reescrito por el hijo de cualquier generación del futuro. Al amor no le pasa igual. Nace y muere con el hombre. De estas dos irrealidades, el amor es una ficción; el poema, una concreción.

 

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Después de las impredecibles ráfagas de una lluvia caraqueña, de vencer las torturas del embotellamiento del tráfico, gracias a la audacia de mis acompañantes –la pintora Teresa Roldán Palermo y su hija Cyntia- pudimos alcanzar a tiempo las puertas de la Casa Rómulo Gallegos, donde el mundo intelectual tenía convenida una cita con el escritor portugués José Saramago. Se conmemoraba en Venezuela y en muchas partes del mundo el centenario del nacimiento del inmortal y vario Fernando Pessoa. Pessoa y Saramago  ¡por fin!, le decían al país que Portugal también tiene vida espiritual.

En la antesala del auditorio previsto para el acto, mientras iba de un lado a otro, una sorpresa me estaba reservada. Con los brazos extendidos se dirigía hacia mí el entrañable Orestes Leal. Un abrazo rotundo, significativo, circuido por las interrogaciones de muchos años de ausencia, nos unió. Su sinceridad y su amistad a toda prueba, sus luces de poeta sin reservas, su aura de gozo y alegría espiritual, ingenuo e incisivo a la vez, eran para mí un imborrable recuerdo de los setenta. Dándome palmadas en los hombros, me decía con su risa infantil: «Acuérdate, hermano, de Saint-Exupery: Lo esencial es invisible a los ojos: Hablemos de cosas menos banales. Vamos a sentarnos porque el acto va a comenzar».

Mientras estuvo sin hablar, José Saramago se mostró malencarado, como obligado a ser el engranaje principal de aquella recepción, ya que los otros responsables: Ricardo Reis, Alvaro de Campo, Alberto Caeiro y Fernando Pessoa, misteriosamente ausentes desde 1935, esa noche se reunían allí gracias al centenario del nacimiento de uno de ellos. la comitiva venezolana para homenajear a los cinco poetas portugueses la constituían el ministro Sucre Figarella, Simón Alberto Consalvi, Alfredo Chacón, Joaquín Marta Sosa y Anotonio López Ortega. Orestes Leal sentenciaba en voz baja: «¿no te parece que los protocolos oficiales le quitan vigor a las obras de los poetas»?

Concedida la palabra, Saramago con un claro y contundente «portuñol» empezó a ganar nuestra simpatía. Sus sesenta y seis años se volvieron joviales, tanto que desempacaron la ironía, la duda y la contradicción que caracterizaron la vida de Fernando Pessoa y sus heterónimos. Sus palabras fueron un verdadero homenaje a Pessoa, ya que, emulándolo, se preguntaba «quem suo», «quen sou», «quién soy yo», reiteraba inquisitorialmente. Inquisición/disquisición que hacía para sí mismo y para el auditorio. Con su verbo sentencioso, a la medida de las circunstancias, ensambló un discurso sobre la vida plural de Fernando Pessoa que prácticamente dejó sin posibilidades de intervención a sus acompañantes. Una premisa básica dejaba formulada para todos sus oyentes. Para hablar de Fernando Pessoa es indispensable hacerse la pregunta: ¿quién soy?

 

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Salimos a la calle llenos de terrores y presentimientos, con manía persecutoria, bajo el asecho de sombras que nos interrogan a cada paso, temerosos de un asalto definitivo, final. «Su libertad gozosa se acabó, señor. Escoja con cuál de sus máscaras desea vivir en paz y lo perdonaremos».

Una duda, una asfixia, una caída marca nuestra existencia. Alguien que nos señala, que se desahoga diciendo: «¡Es él, tengo un registro de sus huella comprometidas. Habló hasta por los codos. Desnudó su alma y ahora pretende encubrirla. Es él, es él». Soy yo, soy yo con atavío, soy yo en esta vida, porque el paraíso prometido exige en nosotros sus pruebas terrenales.

 

Ramón Ordaz (El Tigre, 1948). Poeta y ensayista venezolano. Licenciado en Educación por la Universidad de Oriente (UDO), tiene una maestría en Literatura Iberoamericana por la Universidad de Los Andes (ULA). Autor de los libros Esta ciudad, mi sangre (1975), Potestades de Zinnia (1979), Entreveros (1985), Antología del otro (1990), Diario de derrota (1993), Kuma (1997), En los jardines de Colón (1998), El pícaro en la literatura iberoamericana (2000), Profanaciones (2002), Albacea (2003) y El mar es nuestra sed (2007). Ganador del Premio Conac de Poesía (1991) y del Premio de Poesía Bienal Literaria «Teófilo Tortolero» (1996). En 1992, publicó su experiencia con la poesía gráfica bajo el título de Grafopoemas. Fue el editor de la revista En Ancas. Dirigió el Centro de Estudios Literarios «José Antonio Ramos Sucre».

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Estos textos en prosa pertenecen a Diario de derrota (Centro de Actividades Literarias José Antonio Ramos Sucre: Caracas, 1993). La selección, transcripción y revisión de los textos estuvieron a cargo de Néstor Mendoza. El encabezado fue diseñado por Samoel González Montaño, a partir de un detalle de un retrato de archivo.