Sólo vi una vez a Teresa de la Parra. Vino muy abrigada en pieles, exhalando tibieza retenida; con los ojos azules grises verdes brillándonos trasparentemente dulzura y finura. Estaba ¿cómo decirlo? «delicada». Su voz envuelta con seda hablada, cerca o lejos, después de la muerte.

Luego se fue al Sanatorio de la Fuenfría, Guadarrama. Desde allí nos mandó su libro Las memorias de Mamá Blanca. Y cuando acabé de leerlo, yo le mandé un libro mío con unas palabras sinceras. Pensamos muchas veces ir a verla, no llegó la hora. Pero yo creía que aquella muerte que hablaba por su vaga voz iba a quedarse en esos desvanes del ser donde todos tenemos siempre tanta muerte, tanto muero; que las islas mejores de su cuerpo resistirían indefinidamente el asedio de los venenos peores del río de su sangre. No ha sido así. Venció a lo grande bello lo venenoso y feo y pequeño, como ocurre tantas veces en la vida. Y hoy leo (en El Sol) la tristemente segura noticia de su muerte callada.

Teresa de la Parra, venezolana de orijen español (valenciano y vasco), nos deja escrita en claro español su voz verdadera. En su espresión poética narrativa se funden lo lírico y lo irónico en una delicada y graciosa lengua natural, suelta airosamente toda traba; uno de esos encantadores españoles que han quedado en tales ciudades de América, como capitales de provincia de España, paraísos grandes del otro lado del mar, en cuyo color, cuyas horas, cuyos seres yo he soñado desde niño, tal vez más que en los de estos mismos paraísos de la junta España. Me pareció que Teresa de la Parra venía a «su» España de «mi» España, de una España recordada, querida y deseada. Seguramente yo la había conocido, soñando, en algún rincón del Paraíso inmenso español, y gocé oyéndola hablar su lengua flúida, mi lengua una hora del tiempo relativo (aquella hora que pasó seguramente también a nuestro lado, tan suave, tan agradable, tan sencilla) como se goza oyendo a una antigua amiga inolvidable.

Nos ha contado Lydia Cabrera que, la madrugada antes de morir Teresa de la Parra, estando Lydia velándola, hizo un poco de café. Y le preguntó si no quería probar un poquito. Teresa de la Parra (yo, recordando su voz, me imajino bien su acento en aquel instante) le contestó: «Yo comeré una poquita de tierra».

… Sí, todos tenemos que comer esa poquita de tierra antes de morir y no sabremos nunca, vivos, de dónde será, dónde estará esperándonos mezclada en el aire esa poquita de tierra que comeremos, aperitivo de la gran comida, la tierra que ya, hasta hacernos tierra misma, no nos faltará nunca al lado de nuestra boca.

Teresa de la Parra, blanca pasajera fugaz; no sé si me has oído, que todos tenemos, como tú, que comer esa poquita de tierra, que para ti ha sido española. Tú te quedas ahora con nosotros españoles. Aquí tus momentos fueron sin duda días, tus días meses, tus meses años. No has vivido «menos». Tuviste el poder de anchar lo breve, de hacer constante la mirada, presente la voz; de envolver, de perdurar. No estás muerta aquí, femenina presencia viva todavía de una tarde. Estás detenida, retenida por el centro de la tierra madre de España, que te había oído hablar, buena y lenta, con voz de ella, en su alto aire.

 

El texto «Teresa de la Parra», del poeta español Juan Ramón Jiménez, pertenece al libro Españoles de tres mundos (Afrodisio Aguado S.A. Editores: Madrid, 1960). Esta silueta literaria fue escrita poco después de la muerte de la gran escritora venezolana, en Madrid, en 1936. El header fue realizado por Samoel González Montaño, a partir de una foto de archivo. La transcripción del texto estuvo a cargo de Néstor Mendoza. Se ha respetado la ortografía original, especialmente los particulares usos lingüísticos del poeta. La corrección ortotipográfica estuvo a cargo de Graciela Yáñez Vicentini.