Diciembre de 1915

Plan y motivos. Antes de salir de Caracas me proponía llevar un diario, más que de impresiones de viaje, de momentos y estados de alma a través de la vida que iba a comenzar. Tal proyecto no lo he realizado 1) por pereza; y por dejar siempre para «el día siguiente» el comienzo de las anotaciones; y 2) porque para que ese diario tuviera importancia psicológica (y lo tendría por ser yo un caso excepcional) debería ser lo más minucioso, y sobre todo sincero. Cosa imposible dadas mis circunstancias. Así es que me limito hoy lunes 20 de diciembre, a principiar este cuaderno de notas con algunos recuerdos de viaje y algunas impresiones desde mi salida de Caracas, el 18 de octubre, hasta estos días. Como Stendhal –y eso me consuela- soy cónsul; cónsul general de Venezuela en Francia, con residencia en El Havre, donde no pienso residir; con un sueldo mensual de seiscientos bolívares (de los cuales no recibo sino la mitad, en tanto no sea despachado mi «exequatur») y con un sobresueldo de cuatrocientos bolívares; ofrecido por el Gobierno de mi país, pero que tampoco he recibido hasta la fecha. Estoy con mi mujer (para ella quisiera todos los musicales y […] calificativos que Tomás Carlyle da a su Jane) y con Jorge, mi ahijadito. Vivimos en la Pensión Mme. Asserrat (17 Rue Harvelin). Ocupamos dos cuartos, con vistas a las paredes y a los techos de pizarra de las casas vecinas. Por 18 francos tenemos esas habitaciones y una comida regular. De noche por lo general buscamos el fuego de la salita y la conversación de unas amigas colombianas. Como pensamos pasarnos a un departamento amueblado, mi mujer sale con Jorge a ver alguno; y a caminar, regularmente por el Boulevard o por el Barrio Latino solo y compartiendo [la atención] entre vidrieras de las librerías y las mujeres que pasan. Curioso es anotar, porque es un rasgo de mi carácter «hamlético» hasta en las tonterías que no había comenzado estas apuntaciones con el pretexto [de que] debía hacerlas en un cuaderno como éste, un poco grueso y con cubierta de hule negro (comprado [hoy] en las galerías del Odeón, después de comprar también en la Librería del Mercure de France (¡oh qué melancólica escalera! ¡qué rostros tristes adentro!), La Vie amoreuse de Stendhal por Jean Melia. Y leo esta frase al comenzar «La verdad desnuda». Lo que yo querría. Lo imposible.

10 de mayo de 1916

Conversación bajo los árboles. Salustio me dice lo bello que sería en Caracas una calle ancha con una doble hilera de palmeras. Inmediatamente mi imaginación ve esa avenida, tal como S. la concibe, la ve como algo que no complace en absoluto mi gusto estético. Analizo con rapidez la impresión, y le contesto en una forma improvisada que halaga a mi propio oído (este fenómeno es frecuente en mí, una inspiración provocada por la conversación, una súbita originalidad de puntos de vista).
Creo que en Río de Janeiro hay una avenida como esa que usted proyecta y que es célebre por su hermosura; pero a mí la palmera no me agrada sino como efecto de perspectiva a distancia; hay algo en la palmera que me evoca el oriente de Jerusalem, cierta avidez del terreno, cierta sequedad del aire, ¡qué sé yo! Pero algo que, acaso porque provoca en mí cierto malestar físico, no produce en mí la emoción de frescura y reposada alegría que me producen otros árboles. Lo atribuyo en parte también a la altura de la palmera, a la línea demasiado recta del tronco y sobre todo a que las hojas se abren de modo que hay que levantar mucho los ojos para verlos, cuando se está debajo. El árbol cuya espesa capa nos quede carca de la cabeza y si es posible al alcance de la mano (como cierto árbol de la plaza López, en Caracas). Me gusta que el follaje sea un poco oscuro, tupido y fresco (mi sensibilidad, acaso por causas de mi temperamento, se sienta clásica en la humedad): el tronco grueso y rugoso es para mí un encanto, apoyar mi mano y mi cabeza en uno de esos viejos troncos casi negros, es para mí una sensación deliciosa de tranquilidad, casi me siento en comunicación con el espíritu de la tierra, y en ocasión me produce un efecto semejante al de ciertas músicas, como una revelación sin palabras del misterio de la vida. Recuerdo que cuando el terremoto de Caracas, en la noches, conmovido por el pánico, sentí una gran paz interior al dirigir una especie de oración a mi árbol de la Escuela de Artes y Oficios, que me parece la imagen de una [sic] pensamiento de resignación […] algo que sabía y aceptaba todo lo que estaba pasando como muna ley divina y superior.
Los castaños de los Campos Elíseos, capudos y bajos, con sus troncos ancianos, en la verde y ondulante grama me parece una cosa perfecta en su género. Yo no ceso de admirarlos y amarlos, quisiera trasportarlos a mi país, allí en donde he de vivir, más que palacios y puentes de París. Ciertas curvas agrestes cerca del Palais de Glace son para mí una maravilla. En la Aveneu Rapp los plátanos tienen también [vellosa] pero más porque me evocan los plátanos de Academo, etc., que por su vellosa inferior para un gusto al de los castaños y árboles de la forma de éstos. Hoja del plátano […].
Mi delicia son pues esos árboles amigos del hombre, la yerba bien verde y fina, el musgo, y esa divina yedra que se pega y sube en las paredes, en los muros y que deja en sus pequeños intersticios agujeros de fresca sombra, que a veces me han provocado el deseo de ser una hormiga, un pequeño animal de los que aman, viven y trabajan silencioso en esos menudos rincones colgados de yedra, que es para ellos un bosque.

 

 

En esta oportunidad, seleccionamos unos fragmentos del cuaderno de Pedro Emilio Coll (1872-1947), titulado Modernismo y estética (Fondo Editorial Tropykos: Caracas, 1999). Esta edición fue preparada por Héctor Jaimes, partiendo de unos manuscritos inéditos de Coll. La transcripción para la presente publicación en Letra Muerta fue hecha por Néstor Mendoza. El header pertenece a María Núñez, diseñado a partir de una conocida foto del escritor.