A esta hora en solo Caracas y sus alrededores —a lo que dicen las ordenanzas y a lo que observo— se llevan detenidas unas ochenta y tantas personas. Vejan, torturan, encarcelan y maltratan a ciudadanos cuyos solos nombres harían sonreír ante la idea de que pudiesen ser sospechados de «anarquistas». Una fracción de esta nueva serie se debe a la intriga ya relatada y a la traición ambigua; a otros se les encarcela por odios personales o por ruines venganzas. A algunos porque es necesario hacer «algo», demostrar celo, hartar de sufrimiento ajeno la cólera y el miedo de los Gómez.
Las primeras noches allí, en aquella celda, es imposible dormir. Aparte el frío mordisco de los grillos, las cucarachas, las chinches, el aire irrespirable, el desaseo con todas sus penas, el hambre con todas sus exasperaciones —porque hasta venciendo el asco de engullir el potaje fétido queda la desconfianza de ser envenenado y cada retortijón de estómago es la inquietud de un tóxico— dominando a fuerza de pepsina y despreocupación el malestar orgánico queda todavía un suplicio peor: el insomnio, el insomnio poblado de angustias… ruidos de grilletes sacudidos, gritos ahogados que parten de alguna celda, sombras de seres silenciosos que se deslizan por el pasadizo y penetran aquí y allá, escuchándose interrogaciones ahogadas, protestas que se acallan con un «¡pssss! ¡pssss!» mientras rechina una especie de tuerca y sucédense una serie de golpes como si alguien asido por… ¡cualquier parte! se debatiese, desesperado, en la oscuridad.
Todas las noches ocurre la misma escena. Durante el día, tendidos en la tabla —o reposando en el suelo por evadir un poco las chinches del madero podrido— permanecemos midiendo con una jaqueca de debilidad la marcha inacabable del tiempo… desde las cuatro de la madrugada comienza esto. Cuando sentimos que en la explanada empieza a despertar la guardia y del vecino cuartel escúchase la diana, el Nereo, que duerme por ahí en un rincón del alto, frente a la escalera, se toma el trabajo de venir a despertarnos a cada puerta dando golpes en la pared con una tabla:
—¿Cómo han amanecido?
Si el preso no contesta, aunque sea con un gemido, da ahí de palos hasta despertarlo. El asunto es que no duerma más… a poco resuenan llaves en la reja y el hombrecito vestido de papel satinado con su sombrerín y su carita oscura, salta por el «buzón» y precedido de Nereo sube al piso nuestro, da una vuelta a la galería, desciende y efectúa la misma inspección en los del piso bajo, solo que a estos les alza la cortina y les da los buenos días y a nosotros, los de arriba, no nos levantan el trapo jamás para decirnos «por ahí se pudran», ya que con el sistema, tarde o temprano, hemos de podrirnos por cualquier parte. Esta misma inspección la pasa a las seis de la tarde, sale y cierra. Es un cronómetro. Durante tres años que allí estuve lo vi faltar una o dos veces por enfermedad… y todas las tardes, antes de marcharse, deteníase en el calabozo de Carlos León que le espera, como una novia, detrás de la cortina, y le dice un «chiste».
El doctor León tiene casi seis años preso; si esto del «chiste» ha sido así antes, o el repertorio de León es muy grande o la hilaridad de Porras es enorme, porque de allí se dispara a cerrar la reja, mascullando comentarios y riéndose:
—¡Ah doctor este!… Como veis, muy gracioso.
Pero hay cosas más bufas.
En marzo de 1914 fueron encarcelados los señores Casimiro Vegas, Negrón y el general Norberto Borges. Se puso en libertad poco después a los dos primeros; Borges, que está inválido de una pierna, arrastra aún sus grillos de 8 años…. El general Gómez refería, riéndose, entre un grupo de sus amigos, que el general Norberto Borges, al ser colgado por donde ya se sabe, sufrió un derrame de la orina que le bañó la cara. —«Porque el amigo estaba con las patas de a para arriba….» —informó el chistoso «general».
El 5 de junio del mismo año fue encarcelado este Dr. León, catedrático de sociología de la Universidad Central, abogado, gerente de importantes empresas, ex-gobernador del Distrito Federal bajo el mismo Gómez; con él se aprisionó, soltándoles luego, al honorable señor Vicente Marturet y al joven Luis Zuloaga Llamozas, al primero, porque se creyó que moría; al segundo tras largos años de calabozo, donde contrajo el mal que acaba de llevarlo al sepulcro en plena prometedora juventud. El Dr. León, cargado de grillos, varias veces ha estado de muerte. De él he conservado siempre —a pesar de él mismo— una impresión personal excelente. Tiene de sí, de su significación nacional, una idea excesiva. Su presunción inquieta de profesor, de líder pedagógico, se hace admirar por estudiantes entusiastas a quienes atinada, pero indiscretamente les insufla una vanidad subalterna, como bombitas de menor magnitud en derredor de una bomba grande. En el fondo es patriota y bueno. Con un poco más de sensatez, reduciéndose a términos justos, León resulta un hombre útil y meritorio. En su trato personal es expansivo aunque poco sincero.
Nereo no bromea, marcha delante de Porras todos los días levantando las cortinas, hosco y serio; tiene una espantosa y digna circunspección en su cargo. No le calan chascarrillos; no los admite; es inflexible como el mal; es siniestro en su incorruptibilidad de verdugo. Le han ofrecido, que —caso de serle adversa la sentencia que pende sobre su cabeza en los tribunales ordinarios por haber asesinado a su manceba— si los del «asunto de los cuarteles» desaparecen, le darán dinero y le harán escaparse a Trinidad o Curazao.
Y lealmente, con una espantosa constancia, estrecha el cerco del hambre y del maltrato, acelera los pasos de la muerte cuyo hálito ya se siente. Nos saca de la piedad del sueño; acecha día y noche para que «los de abajo» no se comuniquen con «los de arriba»; inspecciona las ochenta y pico de latas de aceite vacías que a manera de tarro, sin cuchara, conteniendo agua salobre y unos cuantos granos picados se nos da como «rancho» a las doce y a las tres. En la mañana esa misma lata con agua de café. Como pan, esos pequeñísimos bollos de maíz que llaman «hallaquitas» —a uno por cabeza—. Y solo una vez al día se nos da otra latica con agua, o —concesión especial— de los dineros que el preso tenga y que se los administra el alcaide Medina, cómpranle una pimpina y una bacinilla. Son dos signos de distinción: tener pimpina, tener bacinilla. Los que no tienen cómo, un perol pequeñito. Los excrementos se botan una vez al día si Nereo está de humor. Hay presos tan «importantes» que hasta tienen dos bacinillas. Sin lavar el puerco envase, vuelve el ordenanza a traerlo al calabozo. A los que tenemos las cortinas clavadas, se nos hace el servicio de alimentación y defecación metiendo y sacando los objetos por debajo de la misma orla de cortina. Estas ordenanzas son también detenidos «políticos» a quienes se les han quitado los grillos para que hagan el servicio interno: barrer afuera, remachar grillos, lavar las letrinas, acarrear las comidas, etc. El único reo de delito común allí es Nereo. Es el jefe, señor de vidas y honras porque puede ultrajar, vapular e injuriar. Espía día y noche.
Cuando venga el hombrecito vestido de papel, le contará lo que se le antoje: —El «siete» estaba hablando con el «veintiuno» y diciendo que era un hijo de esto y lo otro y un ladrón… a lo que el otro responde invariablemente: —¡Eso es hablando del «general»!
«El general» aquí no es Gómez, ni don Juancho, sino Carmelo Medina. Esta escala de «el general» que comienza en las jefaturas civiles, va en orden ascendente hasta la ternura filial con que denominan a Juan Vicente: «el viejo».
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José Rafael Pocaterra (Valencia, 1888-Montreal, 1955). Escritor y ensayista, considerado uno de los maestros del cuento venezolano del siglo XX. En 1907 fue encarcelado por su colaboración en el periódico opositor Caín. A su salida de la cárcel aceptó varios cargos públicos y comenzó a publicar sus primeras obras: las novelas El doctor Bebé (1910) y Vidas oscuras (1912). Trasladado a Maracaibo en 1914, llegó a ejercer la Presidencia de la Cámara de Diputados de la Asamblea Legislativa del Estado Zulia, fundó la revista Caracteres y publicó su tercera novela, Tierra del sol amada (1917). De regreso a Caracas e involucrado en una conspiración contra Juan Vicente Gómez, fue encarcelado en la temible cárcel La Rotunda de 1919 a 1922. Allí escribió una de sus dos obras fundamentales: Memorias de un venezolano de la decadencia (1927), la mejor crónica escrita en su país sobre los sucesos trágicos del caudillismo de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez. También en la cárcel escribió la novela La casa de los Ábila (1946) y varios de los relatos que integran su otra obra maestra: Cuentos grotescos (1922).
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El capítulo XXI «La vergüenza de América» pertenece a Memorias de un venezolano de la decadencia, incluido en Obras selectas de José Rafael Pocaterra (Ediciones Edime, Madrid-Caracas: 1956). Diosce Martínez realizó la transcripción. La revisión del texto estuvo a cargo de Néstor Mendoza. La cabecera fue diseñada por Samoel González Montaño, a partir de un retrato de archivo.
Magníficas páginas de la historia carcelaria de Venezuela durante la presidencia del Gral Gómez, hoy se repiten conntecnología y modernidad pero con los mismos abusos y torturas más sofisticadas para humillar y martirizar al, preso . Es lamentable que en los tiempos actuales se cometen estas fechorías sin el mundo tome medidas para impedir los crímenes de lesa humanidad que se coeten actualmente en nuestro país.
Jesus. Lamentablemente, hay elementos de nuestra historia que se repiten, entre ellas la tiranía y la tortura, hoy presentes en el país. Que el testimonio de Pocaterra nos ayude a soportar estas cargas y liberarnos de ellas. Saludos.