Mucho más que en su propia persona, la vanidad de Mamá había fijado su asiento en nuestras seis cabezas. Al decir «cabezas» no incluyo de ningún modo en esta palabra la parte anterior o rostro, sino que me refiero únicamente a aquella parte superior y posterior que en la persona suele estar cubierta de cabellos. Por los rostros, las cosas no anduvieron siempre muy en orden: había naricitas respingadas, ojos que podían haber sido más grandes, pestañas no muy largas y alguna que otra boca medio sin gracia. Pero si se pasa de la frente, lo que venía después era siempre un montón de variadas maravillas. La vanidad de Mamá tenía allí mucho de dónde agarrarse. Había quien llevaba sobre su persona una maraña adorable de seda bronceada; quien tenía la cabeza literalmente cuajada de sortijas brillantes y negras como azabaches; quien parecía un mismo carnerito de oro y a quien le llovía continuamente sobre la nuca, las orejas y la frente una tempestad de crespitos castaños. Cuando aparecían las visitas y nosotras, como he contado ya por cubrirnos el rostro, presentábamos al público todo el pelo, no realizábamos quizás un acto de cortesía, pero estoy en cambio segurísima de que realizábamos por instinto, en secreto y misterioso acuerdo con Mamá, un acto de sabia presunción.
La gente decía trémula de sincero entusiasmo: —¡Qué cabezas tan divinas y todas diferentes! ¡Si parecen un coro de querubines!
Por toda contestación, nosotras nos cubríamos más y más el rostro. Ante el esfuerzo, las sortijas, marañas y crespitos temblaban tornasolados pregonando en nombre de los rostros, bellezas sin cuento que en realidad no existían. Al explotar así la curiosidad y la credulidad del público, nos hacíamos con habilidad, en un instante, al igual que los artistas e industriales modernos, un renombre muy superior al merecido por nuestras perfecciones. Las visitas, en efecto, acababan diciendo:
—¡Qué criaturas tan lindas!
Y se iban muy convencidas sin haberlo comprobado. Mamá, bañada en agua de rosas, respondía con frases desbordantes de falsa modestia y al final, sin dar a la cosa la menor importancia, declaraba esto:
—Sí. Es verdad que tienen el pelo sedoso y crespo. Y han de saber ustedes que es enteramente natural. La única que lo tiene un poco menos rizado es Blanca Nieves, aquella, la más trigueñita…, pero sus crespos… ¡también son naturales!
La primera frase era verdadera. En la última mi querida Mamá mentía de un modo descarado y enternecedor. Es cierto que la pobre comenzaba por encerrar tímidamente su mentira en la forma discreta del eufemismo, lo cual no deja de ser un homenaje a la verdad, y es cierto, además, que, como alguien ha dicho, «el primer deber de toda mujer es el de aparecer hermosa». Al esforzarse ella en cumplir por mí mi primer deber, no podía cometer, pues, una acción reprochable, al contrario. No lo digo por disculparla: su acto era digno de elogio, tanto más si se considera aquella serie de esfuerzos, admirables y cotidianos, ¡tan conocidos por mí!, que su mentira encubría.
En lo tocante al cabello, la naturaleza, tan pródiga con mis hermanitas, se había conducido conmigo, solo conmigo, lo mismo que una madrastra, cruel, injusta y caprichosa. Pero como Mamá era madre, la tenía retada a una lucha sin cuartel que se renovaba todas las mañanas. Por las tardes, de dos a tres, la madrastra quedaba vencida y burlada. Si venían visitas, quedaba burlada y vencida desde las once de la mañana, y mi pobre cabello negro, en el cual no existía la más leve sospecha de una onda, por virtud del milagro maternal, ante las miradas extrañas, temblaba con gracia e hipocresía distribuido en menudos crespitos, tan enroscados como los de todo el mundo, ¡y a ver si quien no estuviera en el secreto sabía distinguir cuáles eran los falsos y cuáles los verdaderos!
Mamá sufría por la gran injusticia de la cual era yo escondida víctima. Sufría también por los minuciosos engaños que le imponía la tal injusticia, pues no era ella persona que gustase de mentir a toda hora por vicio o costumbre. No, solo lo hacía con entera sencillez y naturalidad en los casos en que, como este, la mentira venía a ser indispensable.
Para luchar contra la lisura de mi cabello Mamá desplegaba un ardor y una perseverancia admirables. Sin embargo, como a todo gran luchador, a ella también la acometía de pronto el desaliento. A veces, instalada conmigo frente al espejo, antes de ejecutar en mi pelo aquella serie de artes y oficios que voy a enumerar, apagados por un segundo ardor y perseverancia, con una voz lastimera y con el peine y la mano desmayados sobre su falda, me hacía en pleno decaimiento esta especie de reproche:
—¿Pero de dónde sacarías tú el pelo tan liso, Blanca Nieves, mi hijita querida?
Como yo no sabía en absoluto de dónde lo había sacado, considerándome culpable, me excusaba tímidamente respondiendo con la misma pregunta y con la misma dulzura en la voz:
—¿Y de dónde lo sacaría de verdad, Mamaíta? Si Mamá sufría de que yo tuviera el pelo liso, yo sufría mil veces más de que ella se empeñara en encrespármelo así, contra viento y marea. Aquel inmoderado interés por mi cabello cautivaba entre sus garras gran parte de mi tiempo y al suspenderse temible a ciertas horas del día sobre mi cabeza inocente y desondulada, cohibía mi libertad y emponzoñaba mis juegos. A cada rato me parecía oír aquella frase matinal, solemne e inexorable como una sentencia:
—Blanca Nieves, ven a cogerte los moñitos.
O esta, meridiana, solemne e inexorable como otra sentencia: —Ven, Blanca Nieves, para hacerte los crespos. Y las dos frases se sucedían regular y diariamente como la revolución solar.
A más de aquella presunción, vanidad o amor a la propia belleza, fuerzas muy considerables y ya mencionadas, Mamá estaba animada por una fuerza mucho más formidable aún: la fe. Sí, señores, la fe. Mamá creía en el «bejuco de cadena». Es decir, que contra toda evidencia ella sabía muy bien que la reconocida eficacia de dicho encadenado bejuco acabaría por rizar mi cabello en un porvenir cercano y en forma natural o permanente. Esto me perdía. De allá, de muy arriba en la montaña iban expresamente todas las semanas a bajarle su adorado bejuco, el cual llegaba con un rico olor a monte y a tierra húmeda, tan grato como amenazador. Desafiando valientemente las furias de Candelaria, Mamá se iba a la cocina, lo ponía en una cacerola, le echaba agua, lo hervía y sacaba aquel té claro, que destinado a empaparme la cabeza durante ocho días consecutivos, quedaba depositado en un tazón, hasta el advenimiento de un nuevo bejuco y la elaboración de un nuevo té.
Era por lo general así, armada con el tazón, el peine y un sinfín de mariposas de papel como solía pronunciar en la mañana su importuna sentencia. Era inútil el que mi pelo y yo le demostrásemos todos los días, palpablemente, la nulidad desoladora del bejuco de cadena. Ella seguía comprobando impertérrita los progresos de unas ondas numerosas e imaginarias. Y es que al amar con tantísima ternura mi desheredado pelo, resultaba natural que el alma dulce y mística de mi Mamaíta esperara confiada en la misericordia del bejuco de cadena. Aquello era, en suma, una especie de religión y yo era la víctima expiatoria, que ella, al igual que Abraham, sacrificaba con valor en aras de mi belleza.
Me parece que acabo de exagerar un poco al hablar de los crueles sacrificios que a los cinco años me imponían mis crespos fingidos, o lo que es lo mismo, mi arduo deber de aparecer hermosa. Tengo ciertos escrúpulos. Creo que me he dejado llevar por ese prurito tan común a todo el mundo: el deseo de brillar. He querido brillar por el sufrimiento y exaltarme en la compasión de ustedes. En el fondo no merezco tal exaltación. Mi pelo liso me imponía sacrificios, es cierto, pero si me los imponía, era para regalarme luego ratos de exquisito coloquio con personajes interesantísimos llenos de belleza física y de encantos morales. Andando por los ásperos senderos de mi pelo liso, fue como encontré al amanecer a Nuestra Señora, la amable poesía. Aunque ni entonces ni después debía yo cubrirme familiarmente con su propio manto, ella me sonreía ya, bondadosa, desde lejos, y en contestación, desde lejos también, yo le sonreía. La mutua y discreta sonrisa dura todavía.
He aquí cómo ocurrían las cosas y cómo a la amargura de la privación sucedían las dulzuras de una escondida abundancia.
A eso de la una de la tarde, mientras Evelyn almorzaba, nosotras aprovechábamos aquel resquicio de libertad para divertirnos lo más posible. Frente a la casa, bajo los árboles, ante la distraída vigilancia de Mamá, comíamos furtivamente guayabas y pomarrosas jugando al mismo tiempo a «la candelita». Sentada en un mecedor del corredor de la casa, absorta en un libro, con su abanico de paja en movimiento, Mamá levantaba de tiempo en tiempo los ojos y nos veía. En realidad era yo quien, sin parecer, la observaba a ella con atención e inquietud. De pronto, cerraba el libro y gritaba, en efecto:
—Blanca Nieves, ven a hacerte los crespos. Pero Blanca Nieves nunca oía. Su cabeza, que, desde por la mañana, erizada de claros papillotes, parecía una alcachofa salpicada de salsa blanca, corría de árbol en árbol pidiendo aquí y allá «una candelita». Mamá esperaba pacientemente que la alcachofa se acercara un poco para repetir en voz más alta:
—Blanca Nieves, ¿estás sorda? ¡Que vengas a hacerte los crespos!
Como las personas sordas no responden ni vuelven nunca la cabeza cuando se las llama, la erizada alcachofa seguía de espaldas, a todo correr, mordiendo una guayaba e implorando la candelita. Mamá esperaba de nuevo unos segundos para tomar resueltamente su voz de queja:
—¿Hasta cuándo me molestas, Blanca Nieves? ¿Hasta cuándo me desesperas?
Y cantando melodiosamente su desesperación se abanicaba y se mecía con la cabeza apoyada en el respaldar del asiento. Era lo mismo que en las antiguas óperas italianas. Pero por desgracia mía y a honor de la vejada obediencia, la ópera no duraba nunca más de cinco minutos. Llena de ruidos sordos, Evelyn invadía el lugar y apagando con los vendavales de su falda almidonada toda candelita, me agarraba de un brazo y me llevaba a presencia de Mamá. Sea que por temperamento nunca me halagaron las aparatosas manifestaciones de la rebeldía, sea que me parecieran contrarias a mi dignidad, sea, en fin, que en aquellas circunstancias las juzgase inútiles, bajo la presión de la mano de Evelyn en mi brazo, mi cuerpo caminaba sin hacer resistencia. Pero mi alma independiente, mi alma intangible, a quien Evelyn no podía agarrar por un brazo, ¡resistía! Ella sí se quedaba un buen rato más junto a los árboles comiéndose su guayaba y pidiendo su candelita, mientras mi cabeza malhumorada y muda bajo los mil papillotes, allá, en el cuarto de Mamá, se entregaba estoicamente entre sus manos.
☙
De la emblemática novela Memorias de Mamá Blanca (Santillana: Caracas, 2014), de la escritora venezolana Teresa de la Parra, hemos publicado la primera parte del capítulo «María moñitos». Esta obra, cuya primera edición fue en francés (Memoires de Maman Blanche, 1929), es considerada un clásico de la literatura venezolana. La transcripción fue realizada por Néstor Mendoza. El header fue diseñado por Samoel González Montaño, a partir de una fotografía de la autora. Graciela Yáñez Vicentini realizó la revisión del texto.
Gracias por la publicación, me agradó mucho leerla.