Un cuerpo está ahí donde actúa
Leibniz
Santiago Pol suele decir que un cartel debe ser como un ladrón que entra en una casa y sorprende. Su presencia ha de producir un efecto similar al de un golpe inesperado, un grito repentino o un dolor que nos toma desprevenidos. No obstante, hay un asunto de espacio y balance —y por lo tanto de cuerpo— en la relación entre transeúnte y cartel. Su encuentro no es una cita sino un tropezón. El espacio generado por ambos, cuando esto ocurre, está compuesto de tensiones: fuerzas que se atraen y repelen, emociones repentinas, forcejeos visuales y conceptuales.
Un cartel lanzado al espacio público —podemos decir bien colocado: cuando por la fuerza de su impacto está balanceándose en un punto de equilibrio inestable— tiene la misión de dar un empujón semiótico y descolocar al cuerpo de los transeúntes. Ellos, a su vez, deben mover el cartel hacia la interpretación. Es decir, estar dispuestos a construir una semiosis. El cartel perturba a quienes lo miran y las miradas trasforman el cartel en comentario, deseo, crítica, aceptación o rechazo.
El efecto que relaciona a una audiencia con un producto gráfico es un proceso complejo. No le basta a un cartel “estar ahí”. No debemos confundirlo con la performance de un charlatán que grita sin parar aunque nadie lo escuche. Su acción es distinta, está determinada por una estrategia. El papel que le corresponde es el de un agitador cultural, un infiltrado o activista. Por esta razón, cuando es arrojado al tumulto de la ciudad no se detiene hasta lograr una conmoción. Su encomienda no es informar sino inquietar.
El cartel, entonces, debe ser un problema que nos involucra. Un efecto que llega sin pedir permiso. Su presencia ha de conseguir aceptación o rechazo, jamás indiferencia. Es eso lo que hace posible que su contenido viaje con nosotros; quede en nuestra memoria como un sabor que no podemos olvidar.
Tres carteles: concepto
Faride Mereb diseñó unos carteles sobre el Manifiesto Antropófago de Oswald de Andrade escrito en 1928. Las tres piezas están integradas a manera de un mismo texto semiótico. Son propuestas gráficas que no anuncian un evento, no señalan un destino ni conmemoran un hecho histórico o una institución. Están hechas para incitarnos a una búsqueda, involucrarnos en una lectura profunda y tentarnos al debate. Su misión, como la de todo cartel, es socavar nuestra tranquilidad. Pero, en su caso, ello ocurre desde el juego de las ideas, desde una habilidosa estrategia de apropiación, transtextualidad y reinterpretación. No obstante, podemos situarlos en lo que me atrevería a llamar: cartel conceptual.
“Comprender es contaminar el infinito”. Si nos aproximamos a los carteles, desde estas palabras de Antonin Artaud, podemos decir que son una suerte de agentes tóxicos que inoculan sustancias extrañas en un contexto cultural. Lo hacen sin detenerse hasta que ese cuerpo conceptual se hincha y estalla. Las trazas de la explosión —ideas, memorias, documentos, estilos, géneros y obras entre otros— viajan con la fuerza suficiente para contagiarlo todo a distancias incalculables. Sin embargo, no debemos estimar que esto ocurre con el propósito de sugerir un nuevo espacio: la novedad es siempre una ilusión. Su encomienda es aumentar el que ya existe: llenar lo lleno, ahitar lo abultado, inflar lo voluminoso. Hacer de todo lo dicho sobre el Manifiesto Antropófago la materia de lo que se puede seguir hablando: un volumen que presiona hacia su propia expansión.
Comprender, en este contexto, tiene un nexo inevitable con la desmesura: toda comprensión es una propagación de lo mismo. De ahí su fuerza y su infinitud. La contaminación aumenta la viscosidad y nos ofrece espacios más complejos, copiosos y difíciles de transitar. En este sentido, el proceso reflexivo desplegado por los carteles —y no obstante por su intención— hacen de la antropofagia en el modernismo brasilero una compleja urdimbre de expansiones hacia el mismo espacio que lo forjó: el inagotable conflicto del latinoamericano con su identidad. Un juego perpetuo de “volver a decir de nuevo”, “explicar otra vez”, “hablar sobre lo hablado”. Los carteles tienen el encargo de contaminar, inflar y hostigar. Y es justo ese efecto lo que me llevó a la reflexión que comparto a continuación.
La forma
En la forma nos encerramos, hacemos evidentes las diferencias individuales y colectivas, protegemos nuestras creencias y fijamos los límites indispensables para resguardar la soberanía cultural y geográfica que nos define. Sin embargo, también en ella desplegamos estrategias de seducción que nos expanden más allá de nuestras fronteras. Fijamos alianzas e informamos de nuestra existencia en el mundo. Negociamos nuestras opiniones y abrimos los dogmas a la influencia exterior.
La forma es el espacio que acoge el peso de los temores y la liviandad de los deseos. Eso la convierte, por igual, en un escudo y una traición. Ella provoca ciertos movimientos que repelen los influjos exteriores y otros que invitan al intercambio. Las formas que nos envuelven —bien se trate de nuestra piel, de las prótesis que le anexamos en atuendos, pinturas o tatuajes, o de las estructuras arquitectónicas que habitamos— cumplen una doble función: rechazar la invasión de quien nos pretende y provocar hasta ser poseídos.
El origen de esta propiedad ambigua, paradójica, es que la comprensión del espacio en nuestra cultura occidental está sujeta a la idea de que existe un ámbito interior y otro exterior. Vivimos en una constante tensión entre lo que está fuera y dentro de nosotros. Desde esos paradigmas negociamos los hechos y las ilusiones que definen nuestra existencia. También fijamos los hitos de nuestra soberanía.
Condillac, quien pertenece al período clásico de la retórica, sostenía que un “hombre agitado y un hombre tranquilo no disponen sus ideas en el mismo orden (…) Ambos obedecen a la mayor vinculación de las ideas y cada uno de ellos, sin embargo, sigue construcciones diferentes”. Para él, la claridad está asociada, sin remedio, al “carácter que debemos dar al estilo”. La forma, por lo tanto, es producto de una convención provisional. Que sea clara u oscura lo determina una estrategia oportuna, una decisión apropiada a las necesidades de los impulsos y movimientos de una conciencia creativa.
La verdad de una forma emana de un acuerdo que varía, bien se llame código, género o estilo. Pero, el espíritu que reúne las formas expresivas alrededor de semejante acuerdo —ese que nos hace estimar que una forma “merece ser preferida” por su claridad entre muchas otras— es forjado en la tensión espacial del adentro y el afuera. En este sentido, la composición de un texto —lingüístico, icónico, biológico o arquitectónico—, su claridad y certeza para comunicar, forman parte de un juego de seducciones y clausuras. Un mecanismo de disputa donde el ser humano se debate, permanentemente, entre la subversión y el poder, la autonomía y la subordinación, la normalidad y la anormalidad.
El antropófago
“Tupi or not tupi, tha’s the question” podemos leer en el Manifiesto Antropófago escrito por Oswald de Andrade. Es una idea, una duda, una afirmación y un rechazo; un deseo y una repulsión a la vez. Tal como el Abrapuru de Tarcila do Amaral esa expresión es un gesto propio de quien ha perdido la orientación en los límites tradicionales, en el adentro y el afuera que el código espacial de su cultura le ha obligado a reconocer.
Ser tupi o no serlo es un asunto más complejo del que nos pudiese parecer a primera vista. La antropofagia, en el arte, es una práctica que revela las dimensiones de una condición anormal. En ella hay una única ley del mundo: “Sólo me interesa lo que no es mío”. Es el impulso provocado por un deseo irresistible a lo extraño, exterior o ajeno. A la vez, es la evidencia de la anormalidad propia del antropófago. Su conjunto incoherente entre lo que supone suyo y lo que señala como ajeno. La dispersión inevitable de su frágil identidad. Su discurso elaborado por retazos de creencias foráneas, mordiscos de estilos extranjeros e incorporaciones de ideas ancestrales digeridas con esfuerzo.
La estructura espacial donde los escritores y artistas brasileros de principios del siglo XX solían moverse estaba sostenida por el debate de pertenecer o no pertenecer. Un complejo cultural heredado de la colonia y que es común a toda Latinoamérica. Ser europeo o ser americano, estar en el centro o en el margen, ser indio, blanco o negro; escribir como los portugueses de “afuera” o hacerlo como hablan los brasileros de “adentro”; expresarse como académico o incorporar lo telúrico. La “forma preferida”, heredada de la tradición europea, suponía una suerte de claridad prestada. La “forma preferida” de la transgresión mestiza era, por su parte, una oscuridad heredada. Lo normal, para el antropófago, era un imposible puesto que ningún referente ofrecía un universo estable.
“Lo que no es mío” y lo que sí lo es, integran la dicotomía norma-desvío del ser americano. Un teorema imposible de resolver. Para el artista de estas tierras la modernidad europea y la condición mestiza constituyen la misma exterioridad. La primera ha sido erigida como ley subyugante pues proviene del padre. Por su parte, la segunda, “ser tupi”, señala otra referencia exterior dispuesta en los márgenes de lo ancestral. En este caso el afuera está ubicado en la misma geografía que la habita. Es la ley del abuelo: la exterioridad mítica.
La forma del americano está sostenida por una configuración anormal, por el desfase que produjeron sus márgenes perdidos. “La forma preferida” pertenece entonces, por naturaleza, a la confusión. Es la del nómada: un exiliado perpetuo, un extraño a todo territorio.
Adenda
La antropofagia, como los carteles, es también un ejercicio de desmesura. Hoy hablamos de apropiación, remix y plagiarismo. ¿Acaso simplemente hemos alineado los términos para señalar un espacio ya conocido? Tal vez esta es una pregunta inútil, tan inútil como la que José Enrique Rodó hizo al “señor Ugarte”: “¿Imitan nuestros ‘modernistas’ con criterio más cercano a la originalidad que nuestros realistas y nuestros románticos?”.
Los antropófagos no habitaban un sistema sino un conjunto de frecuencias. Ocurre lo propio con los tres carteles de Mereb y la contaminación que estos expanden. Atomizar es una propiedad auditiva. En ella triunfa el efecto de la forma y no su aparente verdad. Bloomfield afirmó: “Los fonemas del lenguaje no son sonidos, sino únicamente rasgos sonoros reunidos”. La forma en esta parte del mundo está compuesta de charlas. Expresiones que asumimos propias porque se refieren a nuestra hambre insaciable de llegar a ser. Sin embargo, hay en ellas una inevitable condición nómada, plagada de rasgos sonoros, que nos devuelven a estos versos de Montejo: “En nuestras charlas siempre se delatan/sonidos forasteros”.
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