Órdenes al corazón

 

Cuando leí lo de la muerte súbita: “Un deprimido que envía órdenes a su corazón para que se detenga”, sentí pánico. Comencé a escuchar el esfuerzo desmesurado de mi corazón, tucún, tucún, desde hace cincuenta años. Dios, cómo debe estar de cansado. De aburrido. Órdenes y contraórdenes. Vive, muérete, encógete, ensánchate. Desde que le hago caso, se ha puesto más grande. Invade mi sombra. Me tumba cuando camino. Me marea. Sé que estoy a punto de darle la orden final. Pero no importa tanto eso, sino que es él quien sabe que la orden está por llegar. Y me trata de apresurar. Eso me irrita. Me enoja. Ya no le molestan tanto el cigarrillo, los tragos y las arrecheras. Simplemente está impaciente. Esperando la orden. Y ahora soy yo la que no quiere que se detenga. Necesito tiempo. Un poco más. No quiero morirme pareciéndome a mi madre. Mortifica esa imagen de espejo al derecho, sin fondo, copia fiel en la que no aparece mi odio mesurado. El tumulto es grande. La memoria es grande. Todo se ha puesto grande. Entre costilla y costilla, el corazón está creciendo. No lo maldigo, porque desde que leo la Biblia para el aliviar el insomnio, repito palabras de furia bien medida. A la medida de Dios. Nunca había leído rencores y venganzas y amenazas tan espectaculares. La frase budista de Beatriz es más apacible. No logré aprenderla de memoria. Pero ella jura que cambia el karma. Si la repito, mi rostro despedirá efluvios positivos. Pura alegría, pura emoción. Y qué va, cuando manejo y me veo por el retrovisor, despido pura mierda. Pura crispación. Dicen que la gente a punto de morir ve la película de su vida en segundos. Para variar, hasta en eso he sido lenta. Cuadro a cuadro, desgraciada. Y disfrútalos. Ningún episodio tiene sentido. Algo así como una bola de billar de un mal jugador.

 

Mira, yo la conocía de nombre solamente. Me gustaba su manera de escribir. Sí, me entrevistó varias veces, hace tiempo. Era buena, pero andaba como ida, captaba y escribía. Muy superficial. De todos modos era la mejor. Era mi amiga y no cobro nada por el entierro. A  mi mujer no le gusta mucho la idea, pero pienso que se lo debo. Tú sabes, era generosa, muy dada a la entrega. ¿Orlando? Se parecían y no llegaron a caer bien. A él lo salvó el prestigio y el apoyo de una mujer. Ella se quedó en el camino, a medias, sin respaldo de nadie.

Demasiado arrecha.


Extraído del libro: Órdenes al Corazón.  Editorial Blanca Pantin.

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